miércoles, 26 de enero de 2011

Ojos solamente

Esos ojos acuciantes me están llamando a gritos. Caer en ellos es una locura; no hacerlo, un pecado.
Y es que no miran: atraviesan con pupilas lacerantes, provocadoras cuando se dilatan, asustadas al empequeñecerse. Se van y luego vuelven con premura, resplandecientes, endiabladamente profundas en su negrura insondable y retadora.
Se detienen durante unos segundos en mis ojos. Quizás demasiado tiempo. Quizás con suavidad o tal vez con dureza. Nunca dejan de ser fieras encarceladas que pugnan por salir de su diminuta jaula.
Con el tiempo, he aprendido a seguir su recorrido impaciente sobre mi rostro, sobre mis mejillas sonrojadas de súbito, inundadas de un placentero calor, sobre mis orgullosos pómulos, sobre la sombra angustiada de mis pestañas traviesas. Su paseo es tranquilo, imperceptible casi. Primero se deslizan tiernamente por encima de mi pelo, rozando la frente en un suspiro, cabeceando en la punta de mi nariz, cayendo en picado hacia las sienes, sin tocarme apenas. Y en la curva de mi cuello reposan al fin, más sosegadas, más enardecidas.
Cuando las pupilas se adormecen, los iris suspiran largamente y sonríen, como caramelos que se derriten muy poco a poco, dejando en los labios una dulzura impaciente, esperanzadora. Son ojos fantasmales, que no tienen piedad, que atacan a sangre fría por la espalda, que no desaparecen nunca del todo.
Son ojos que saben, pero que han aprendido también a olvidar. Son ojos que duelen, y en su dolor, consuelan. Son ojos que creen ser dueños del mundo cuando me miran fijamente.
Son ojos castaños, turbios, delirantes...

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