domingo, 19 de junio de 2011

Mi pequeña Alegría



A pesar de conocerla desde hace una eternidad, siempre he temido dibujar su retrato con mis palabras, temerosa de apagar esa chispa que arde infatigable en sus pupilas.
Hoy, realmente me creo preparada para hacerlo.
Decididamente, quiero conservarla así: tumbada despreocupadamente sobre la hierba mojada, con sus interminables piernas enfundadas en unos anchos vaqueros descoloridos, su porte sereno, atento y perspicaz, la mirada perdida en el mundo de los pensamientos. Sin intercambiar una sola palabra, sus ojos oscuros me devuelven una mirada cálida, entre alegre y taciturna, a veces soñadora y otras, demasiado franca, desprendida y confiada.
Mientras adivina todos y cada uno de los destellos fugaces que cruzan por mi mente, se dedica a deslizar sus dedos delicada pero decididamente entre sus rizos rebeldes, imposibles de peinar y al mismo tiempo, fáciles de adorar.
No recuerdo un solo día en que esos mechones deliciosamente enredados no hayan flotado tras su espalda, escondiendo secretos insospechados y risas fugaces.
Todavía mantengo la esperanza de que pierda el miedo a ser querida, pues la falta de cariño se hace nítida en sus pasos firmes pero inseguros, los saludos ariscos, las torpes despedidas, e incluso y muy a mi pesar, en los besos ocultos en algún rincón de su ser.
Su corazón, malherido desde hace tiempo, busca refugio en abrazos ajenos, mientras su cuerpo espigado como un junco arrastra un pesar tan terrible que ni siquiera sus hombros delgados pueden disimular. Su andar resuelto y elegante, desprovisto de ataduras, posee una solidez inquebrantable, que acompaña a la repentina lucidez de su piel aceitunada.
Apenas deja entrever esa debilidad infinita tras la densa cortina de sus pestañas altivas, y a ratos, una media sonrisa enigmática brilla en sus pupilas negras, irradiando firmeza, ímpetu y tempestad, tal vez una brizna de esperanza.
La conozco como ninguna otra persona, pero no puedo presumir de ser digna de su total confianza; solo en ciertas ocasiones, cuando un denso silencio acompaña nuestras veladas habituales, ella comienza a hablarme con su voz ávida de arrepentimiento de sus extravagantes vivencias, sus pecados inconfesables y deseos más recónditos.
Sin embargo, ella si acertaría a ser una única en el mundo a la que jamás he tratado de esconder mi verdadera esencia, mis múltiples desvaríos y miedos secretos. Es más, estoy prácticamente segura de que lo sabe todo sobre mí, y que sus oídos atentos alcanzan a escuchar el eco de mi memoria, a distinguir las mentiras espontáneas de las verdades más atroces.

A pesar de no ser las amigas perfectas, somos incapaces de vivir separadas.
Es como si nuestros corazones latiesen al unísono, fuesen testigo del manso flujo de unas vidas jóvenes, todavía inmaduras, frágiles y por inventar.
Su rapidez mental deja muy atrás mis tristes conocimientos, y no puedo evitar sentirme completamente a su merced. Su sagaz resolución me desconcierta.
Aunque tengo un año más de experiencia en la vida, a su lado soy como una niña encaprichada que solo quiere reunir el éxito suficiente como para ser merecedora de una torpe felicitación.
Incluso en mi terreno soy superada. No puedo evitar entristecerme al saber que ella seria capaz de superar mi talento literario con tan solo un chasquido de sus dedos. En ella, componer versos sutiles y armoniosos siempre fue un don extraordinario, así como dibujar con su mano diestra perfiles intrincados y detalladamente hermosos. Incluso los instrumentos musicales se doblegan grácilmente a su voluntad de acero.
Pero nada de eso importa cuando reímos juntas sobre cualquier ocurrencia ingeniosa, victimas de un ataque de libertad que no podemos abarcar con palabras. Solo mientras unimos nuestros deseos imposibles, estos se hacen reales en el horizonte, y por mucho que el tiempo pase, nuestra amistad continua viva.
Día tras día, voy sumergiéndome poco a poco en sus continuas extravagancias, sus graciosas manías y la inagotable fuente de imaginación que es su cabeza llena de pájaros. No creo que exista en el mundo alguien como ella.
Creo que le tengo demasiado cariño a sus caprichos espontáneos, tan ingeniosos como sus terribles enfados, pues si hay algo que le sobra es el genio.
Posiblemente, el día en que mi mejor amiga deje de llevar coloridos calcetines dispares y estrafalarias pulseras atadas a las muñecas, la habré perdido.
Me gustaría que no cambiase jamás, en ninguno de esos aspectos tan maravillosos que la hacen ser una persona tan absurdamente especial.
Incluso en su pasión desenfrenada por la música sigue siendo un misterio para mí; los estrambóticos grupos que un día fueron sus ídolos, se convierten al poco tiempo en simples rostros de un póster olvidado tras la puerta de su caótica habitación.
En algunas ocasiones, su glotonería insaciable me recuerda nuestra niñez; y tan solo verla así, los labios y las manos manchadas de chocolate y la risa despreocupada, tierna e infantil, me llena de su alegría contagiosa.
Sus modales inmaduros y torpes poseen ese encanto despreocupado y vivaz que deja escapar libremente a través de cada poro de su piel.
Su pueril impaciencia destaca orgullosamente sobre su vehemente seriedad, y aunque en ocasiones puede ser despiadadamente fría, su mirada huidiza rebosa de sentimientos níveos que se hacen difíciles de ocultar. Tiene un corazón tan grande, que cuando despierta de su pereza habitual, puede hacer estremecer un alma con su bondad. Recuerdo que cuando éramos pequeñas jamás me negó nada; repartía sus juguetes como si fuesen caramelos, pues, ya entonces, mi mejor amiga había comprendido que la amistad es mucho más importante que cualquier otra posesión material.

Lo que me sorprende es mirarla ahora, y tratar de descubrir en ella a esa niña menudita y de ojillos inocentes de cervatillo asustado, cabellos cortos y más bien poca cosa, que apenas si abría la boca en su acostumbrada timidez.
Finalmente, salió del cascarón para convertirse en un pájaro exótico de alas multicolores que pueden deslumbrar al mismo sol.
Después de todos estos años, si de algo debo sentirme orgullosa es de formar parte de ese diminuto universo que es mi amiga Estíbaliz, y en el cual decidí sumergirme hace mucho tiempo, un día aciago en el que me encontraba mortalmente sola, y quisieron mis pasos conducirme hasta un asiento desocupado del autobús escolar, junto a una niña de sonrisa inalcanzable y corazón de cristal…

(Escrito en junio de 2009)

La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada



La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, tal es el título con el que Gabriel García Márquez inaugura un auténtico universo literario donde los elementos fantásticos, míticos y legendarios se combinan perfectamente para dar lugar a una visión genuina americana, la del Realismo mágico.
Las letras hispanoamericanas nacieron en el siglo XV, concretamente gracias al descubrimiento de Cristóbal Colón, primer cronista de Indias, que narra desde su experiencia personal la descripción de estas tierras desconocidas, proyectando todas sus expectativas idílicas. Por tanto, queda atestiguado que ya desde un comienzo «América se ha visto más con la imaginación que con los ojos».
El mismo Carpentier, en su prólogo a El reino de este mundo, hace un llamamiento al novelista americano, que ha de convertirse en el nuevo cronista de Indias, un cronista alejado de los testimonios de los visionarios, que no hicieron un esfuerzo real por conocer el Nuevo Mundo de primera mano, sino que se dejaron llevar por las directrices del pensamiento europeo. El continente americano deja de ser un lugar extraño para convertirse en el Paraíso, y el indígena encarnará el ideal del “buen salvaje” descrito por Colón, que haciendo gala de su generosidad, recibirá el adoctrinamiento religioso consabido. De este modo, no es posible ignorar la violencia ejercida por el colonizador, la violencia, por tanto, del origen americano. El Realismo mágico es sin duda una vuelta al pasado, un retorno a la visión primitiva y legendaria.
Podemos decir, que el Realismo mágico es la mitología de América. Así, en el relato de la cándida Eréndira, las resonancias míticas son remarcables. En primer lugar, todo nos lleva a pensar que los nombres de los personajes no son fruto de la casualidad. La protagonista, Eréndira, hereda el nombre de una legendaria princesa de la nobleza tarasca del siglo XVI, época en la que los españoles llegaron a Michoacán, en México. Su figura, desafortunadamente desconocida, fue la de una valiente guerrera que combatió a los conquistadores. Tampoco podemos olvidar que la inocencia de Ulises, «no solo le cambia el humor, sino también la índole», lo que se traduce en el nombre con el que el joven bautiza a su amada: “Arídnere”. No hace falta ir muy lejos para descubrir la similitud de este con “Ariadna”, protagonista femenina de una de las leyendas de la mitología griega más conocidas, la de Teseo y el minotauro.
Tampoco es gratuita la aparición de los Amadises en este singular relato. Con esta presencia queda demostrado que «los libros de caballería se escribieron en Europa pero se vivieron en América». Todos los personajes profesan cierta admiración sagrada por este antepasado, mentado por la abuela incluso como Amadís el grande.
Si acudimos al personaje de Ulises, la referencia mítica es aún más evidente. El mismo autor lo describe como «adolescente dorado de ojos marítimos»4. Esta alusión nos recuerda al navegante que emprende un viaje fantástico a través de los mares, narrado por Homero en su famosa Odisea. Por lo tanto, algo que no podemos olvidar es que la historia trazada por Gabriel García Márquez es la de una larga travesía por el desierto, un verdadero éxodo que a Eréndira se le antojará interminable (a pesar de estar fechado el momento en que terminará de saldar su deuda con la abuela) y, que además, le lleva a proyectar sus esperanzas más allá del mar, como si este último fuera un símbolo de libertad.
Esta evocación del éxodo no es la única referencia bíblica que encontramos en el relato. Algunos detalles sorprendentes irán descubriendo continuas conexiones con el que ha sido durante varios siglos el máximo argumento de autoridad, ya que no fueron pocos los visionarios que contemplaron América como si se tratase del verdadero Paraíso terrenal. De este modo, se encadenan sin cesar una serie tras otra de milagros que no deberían despreciarse: recordemos cómo Ulises roba el fruto prohibido, en este caso, la naranja, que guarda celosamente en su interior un diamante, que no solo es un objeto perfecto para el contrabando, sino que simboliza la promesa de riquezas para los jóvenes enamorados.
También somos testigos de la fuerza excepcional que tiene el sentimiento del amor para Ulises, pues adquiere incluso la capacidad de cambiar de color los objetos de vidrio, ese vidrio molido que dice tener Eréndira en los huesos. Sin embargo, antes de partir, el padre de Ulises le anuncia que pesa sobre él una maldición, similar a la fatalidad que persigue a Eréndira, de la que solo logrará librarse al final de la historia, venciendo por fin al viento de la desgracia, saliendo de la cárcel en la que ha vivido toda la vida enjaulada, y llevando consigo el chaleco de oro que había pertenecido a su abuela.
He aquí otro elemento que nos remite al mito americano: la búsqueda de oro. A saber, una de las leyendas más conocidas es la de El Dorado, mucho más que una fábula a los ojos europeos, ya que fueron numerosos los exploradores que recorrieron América del Sur de un extremo a otro en pos de este reclamo. En La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, el personaje de la abuela refleja este ansia por alcanzar la riqueza por encima de todo, el materialismo exacerbado, minucioso y egoísta, que no es sino una metáfora de los países que a lo largo de la historia han esclavizado a América, bajo el yugo del interés económico más tirano.
Eréndira es, a todas luces, el silencio al que se han visto sometidas las voces de los americanos: del indígena primitivo al que se le impuso por la fuerza una cultura que no era la suya, del criollo que en busca de la independencia protagonizó violentas insurrecciones, de los escritores ilustrados como Andrés Bello y de los románticos, como Echeverría; de todos aquellos que son y han sido herederos de la gran pregunta acerca de la identidad, que tantas veces ha tratado de solventarse intentando hallar la expresión propia en el terreno literario. Gabriel García Márquez no disfraza la verdad, solo la refleja en los ojos cándidos de una niña huérfana de catorce años.

viernes, 17 de junio de 2011

Rostros de mujer. -Trece años-



La forma redondeada de sus rodillas ligeramente erguidas sobre la colcha azul resultaba inverosímil, tan deliciosamente ambigua como la distribución desigual de las pecas en su rostro aniñado de mujer. Sus pestañas aleteaban con impaciencia, como el vuelo apresurado de las golondrinas al caer la tarde, y los dedos de los pies yacían inmóviles como cadáveres de peces en las aguas de un estanque.
Todo en ella era abrupto. Desde la protuberancia de la clavícula, obscenamente marcada, hasta los diminutos pezones, apaciguados bajo el roce insatisfecho de las sábanas perfumadas. Su pecho temblaba por mero instinto de supervivencia, y las manos entrelazadas eran la cuna de su tenue barbilla, húmeda y complaciente como sus labios gruesos, siempre altivos. Los dientes asomaban con aire travieso, unos dientes que ya no eran de leche pero sí de azúcar, unos dientes que mordían con fruición la vida para que no se le escapase.
Y a pesar de todo seguía transcurriendo el tiempo, aunque el viejo ventilador marca Taurus 5F turbo continuase encendido, y se escuchase tan nítido el ruido del motor al girar las desganadas hélices. A máxima potencia, rendía con dulzura sus cabellos sudorosos, maltratándolos a su propio capricho, dejando que cayesen desordenados sobre el batiburrillo de almohadas, peluches y libros con las esquinas dobladas, todavía sin terminar. A través de los diminutos auriculares de un mp3 podía paladearse en ritmo inconfundible de una emisora de radio conocida, y de vez en cuando, sus caderas doradas de sol y de caricias se convulsionaban brevemente, en un ruego sumiso de “mírame y no me toques”.
Cubría su vientre un gracioso vestido estampado de flores, arrugado y recogido por encima de los muslos, dejando al descubierto la textura frágil de algodón de sus bragas de niña no tan niña, cuyo descaro no tenía límite.
Ajena a su posición de perrillo abandonado, enredada en una maraña de sábanas y sueños, dormía apaciblemente. En su cabeza había pájaros de colores exóticos, chicos que jugaban a levantarles la falda a las niñas en el patio del colegio, acuarelas aguachinadas y muchos folios en blanco, helados de nata y chocolate, tesoros del verano.
Bajo la sombra tierna de sus párpados navegaba inconsciente un sinfín de promesas incumplidas, que anegaban sus ojos en cloro, y aun así, mantenían viva e ignorante a una niña de trece años.

jueves, 16 de junio de 2011

Juego de dos




Todo el mundo sabe que la seducción es un juego de dos, -y de dedos, también-. Dos pares de ojos que se cruzan en el espacio-tiempo, dos codos que se tropiezan, por casualidad en el mismo reposabrazos, dos hileras de dientes que se insinuan entre unos labios incautos, un pie que consigue abrirse paso hasta una sandalia desprevenida y zas! le pega un pisotazo que no olvidará fácilmente, un nombre pronunciado en voz alta a deshora, un piropo disimulando en un soneto. Quién sabe. Vivimos en un continuado e indiscreto mundo donde todo tiene doble sentido, donde ser inocente no está permitido a partir de ciertas edades, donde todos juegan, y la mayoría pierde porque no se ha molestado en leerse las reglas que venían en la solapa de la caja, por eso de que las instrucciones son inútiles y van directas a la basura. Luego vienen los llantos, por no saber cómo solucionar nuestros innumerables problemas.
La seducción es, como todo, un juego de habilidad, compenetración y entendimiento. Hay que ser ágil y mover las piezas rápido, pero ojo! siempre con cabeza. La suerte no es cuestión de azar, sino de perder tantas veces como sea necesario para aprender a conquistar las metas en el momento oportuno. En este juego tampoco tienen cabida las trampas. No vale la pena siquiera planteárselo.
El único trofeo que le espera al trampoco es el consuelo de saberse un perdedor deshonesto que abraza un premio inmerecido con las dos manos. Como el marido que rodea egoístamente a su mujer con los brazos porque sabe que, más tarde o más temprano, ella lo abandonará por otro más listo y atractivo, o simplemente, con más pasta que él.
La seducción es una invitación al baile que solo se culmina bailando. Bailar y seducir moviendo nuestra ficha, ganar terreno y avanzar de casilla, no quedarse quieto, no echarse atrás. El hombre seductor no es ese que se acerca al enemigo con una copa en la mano, la mirada segura y elocuente, las manos largas y la sonrisa happident. No. La mujer es seducida por el tipo misterioso que oculta sus miradas bajo una cortina de pestañas, que se sienta solo en la barra y la mira bailar y la mira mover las calderas y la mira y la sigue mirando, y ya no puede dejarla de mirar. Porque, contra todo lo esperado, la mujer juega con ventaja en el arduo juego de la seducción. El gesto gracioso de una chica insegura sobre tacones muy altos, que la obligan a andar con los pies ligeramente hacia dentro, y los doloridos dedos ahuecados tímidamente en el zapato infernal, aferrándose a un resquicio para no resbalar. El gesto consternado de la mujer madura que trata, sin éxito alguno, de bajar el vuelo de su falda, que ha cobrado vida repentinamente, lanzando una cana al aire y dejando intimidades al descubierto, al pasar por una reja de ventilación del metro. El gesto impaciente de la chica que llega tarde, como siempre, a la cita con su amigo-casi-novio, que se pelea con el rímel y la barra de labios y el colorete y sostiene a la vez un diminuto espejo, ajena a los traquetreos del cercanías y a la mirada aviesa de algunos pasajeros. El gesto pueril de secarse una lágrima tonta en una anciana, emocionada por el jolgorio de sus nietos. Un baúl de gestos y un sinfín de maravillas cotidianas conforman el milagro de la seducción. El juego prohibido. Un juego múltiple, un juego adictivo, de roces furtivos en la espalda, de proposiciones indecentes en el Retiro. Un juego para dos parados en sendos andenes del tren, que se muerden con el pensamiento sin pronunciar una sola palabra. Seducción. ¿Tiras o tiro?

domingo, 12 de junio de 2011

Jauría desatada



Ahora lo sé. No es cierto eso de que la vida es muy perra, no. Ella no tiene la culpa de nada. Pero las personas podemos ser muy malas y comportarnos como verdaderas fieras, que se desgañitan por mostrar agresivas sus fauces.
La vida no es muy perra, es que nosotros somos bastante animales.
La ley del más fuerte es ley de vida, lo queramos o no. Aquí si eres débil te comen, así que no queda otra que disfrazarse: cambiar el rostro por una máscara de hielo, levantar en torno a nosotros una fortaleza inexpugnable, y ser despótico, y ser cruel, mísero, ruin, astuto y sin escrúpulos. Ser más bestia que humano. He ahí el quid de la cuestión.
Nada duele más que recibir una mirada de rechazo de esa persona a la que has querido como un hermano, que sigue siendo parte de tus recuerdos, de tus sueños, de tu todo. Mierda. Mi todo está hecho polvo.
La naúsea viene a sustituir al deseo, y con ella llega la rabia. Qué ganas de aullar, morder y arañar al primero que pasa. Qué ganas de cerrar el corazón en banda para que deje de manar sangre que empapa las sábanas blancas. Qué ganas.
Porque ya no sé si andar más deprisa o correr más despacio. Porque se me han quedado pegadas las alas a la espalda, y levantar el vuelo es costoso y siento las piernas insoportablemente pesadas. Creo que voy a gritar. Para rellenar el silencio que me corroe las entrañas.
3, 2, 1.... AAAAAHHHHHHHHHHHH!!!!!!

viernes, 10 de junio de 2011

Oscuro el deseo y nos curamos las ganas

Volviendo en el metro, acostumbro a mantener arduos diálogos conmigo misma, a modo de monólogos interiores que poco o nada tienen que ver con lo que luego alcanzo a decir en voz alta. La amable letanía de hoy podría resumirse en algo así como: "Ale, ricura, que ya es hora de lanzarse de cabeza a la piscina y empezar a escribir algo decente, mujer, que solo tienes que sentarte enfrente de la pantalla del ordenador y rogarle a las musas que se suelten la melena, otra vez, que es noche de viernes y hay tema...".
Volviendo en el metro, apretujada en el último vagón, tambaleándome entre desconocidos de rostro ligeramente familiar, tenía muy claro que al llegar a casa lo primero sería escribir y luego lo demás vendría solo; por azar, por capricho, por furia. Y nada. Juro que mi propósito firme era componer un soneto bien rimado, pero no ha habido manera. No me culpes. Son cosas que pasan, sobre todo después de ser ametrallada por unos lascivos ojos verdes justo en el preciso instante en que me abría camino hacia las escaleras mecánicas. Joder, qué de gente, ni que fuera un viernes de verano en pleno mes de junio. Qué locura. Y yo como una kamikaze haciendo eses y buscando la salida que no se veía, pero sí a los salidos que se sitúan estratégicamente en el escalón exacto de la escalera para mirarte de reojo las piernas. Pues que no miren, maldita sea, que todavía no he tomado el sol lo suficiente y no hay manera de tostar la piel con tanta tormenta.
Bien, pues en ese instante me he chocado con unos ojos verdes de tamaño natural, semiocultos bajo unos mechones de cabello castaño, muy mojado, empapado, todavía con las perversas gotitas de agua bailoteando en la frente. Y a continuación, nada. Solo voz suave y manos grandes, dos besos no tan castos en las mejillas y un diálogo insustancial. Qué tal. Cómo va eso. Ahí estamos, disfrutando del verano. Las notas bien. La resaca no tanto. Los amores que matan. Si la vida rapidito se resume en cuatro palabras...
Lo peor no es lo que se dice, sino lo que se piensa. Y esos ojos verdes sugerían muchas cosas. Y estos ojos azules se imaginaban otras tantas. Uf. Lujuria en vivo y en directo, bonita y barata. Susurros de diván congelados en la garganta. Memoria del deseo que brota de las entrañas y regurgita con autenticidad. Nunca me ha sabido tan amarga. Será que recuerdo aquel polvo-literario que nos clavamos a cuatro manos y me apetece desempolvarlo.
Bah. Ojalá pudieras ver la sonrisa que le estoy asestando por la espalda al tipo de los ojos verdes, adrede y sin ocultar mi descaro. Qué desperdicio. Resulta hasta gracioso que el chico en cuestión no esté interesado en mí y haya intentado escabullirse como una sardina en lata. No, gracioso no, excitante. Ahora bajará el resto de escaleras mecánicas pensando en mi escote pero no dirá nada. No pensará nada pero la imagen estará ahí y con eso basta. ¿Lo has oído? Eres endiabladamente pornotráfico. El metro te abrirá sus puertas -no como a mí, que se me cierran siempre un segundo antes de que suenen los pitidos consabidos- y la vida te abrirá los ojos, amigo. Porque no se puede ir por ahí seduciendo a esas miles de chicas desgraciadas que andamos por el mundo. No se puede. Que no.
Otra noche de viernes sola en casa.

domingo, 5 de junio de 2011

Desenmascarada por fin: mucho más que ingenuidad.






Como el turrón de Suchard, que vuelve a casa por Navidad; así vuelvo yo al hogar.



Porque este blog es un poco mi casa, otro poco mi infierno, y el resto, una pincelada de ingenuidades a medias. -No todo lo que escribo es real, ni todo lo que miento, ficcional. Hay un batiburrillo de ideas que me salpican por aquí y por allá, como las graciosas gotitas que se han quedado adheridas al cristal de mi ventana. Total, que en resumidas cuentas este cajón-desastre-literario se ha llenado de poemas que no son tales, sino versos mal compuestos y peor rimados, declaraciones más o menos burlescas de mi vida sentimental, ingenuidades muy ingenuas e ingenuidades de bolsillo, torpezas de la vida cotidiana mundanal, refrigerios en prosa y aperitivos en verso. Poca cosa, si nos paramos a pensar.



Mi intención es darle la vuelta. Pero no un giro leve, no, sino un giro espectacular, vencer el miedo a llenar páginas y páginas con palabras. Con mi voz. Con mis gritos, que son los gritos de una loca de atar.



Tampoco es cuestión de ponerme a escribir cualquier cosa. Para eso está eso que se llama el diario secreto -que hace tiempo que dejó de ser secretos porque no tengo demasiado que ocultar.- ¿Por dónde iba? Ah, sí! Como estaba diciendo, me gustaría extenderme más allá de los límites de mis límites, no poner fronteras en mi cabeza ni en mis dedos. Quiero escribir mucho, y quiero hacerlo bien, o intentarlo poco a poco, aunque sea un trabajo costoso y requiera tiempo. Hasta la fecha he creído que solo escribía para vomitarlo todo y quedarme limpia. Ahora sé que no es así, que escribo por puro azar, porque no puedo no hacer de mi vida un hecho literario. Llamádme loca o ingenua. Ya todo me da igual.



He vuelto al ataque y estoy más que lista para comenzar.