viernes, 21 de enero de 2011

Ensueño al amanecer, viaje hacia ninguna parte...







Bosteza el sol en la mañana sobre los campos desnudos. Silenciosa pero insistentemente, un nuevo día despereza sus ojos entrecerrados, cansados, tercamente legañosos. La escarcha se derrite a duras penas entre temblores de pestañas. La noche ha sido hostil. - Y amanece, que no es poco-.

Amanece ante mis ojos meláncolicos, que se dejan arrastrar por una sucesión interminable de imágenes, que cada día se repiten, sin remedio. De pronto el tren acelera, dejando atrás viajeros desconocidos, con rostros desconocidos y corazones impacientes. Tal vez les vuelva a ver en algún momento de mi vida, tal vez no: frente a mí, unos insistentes ojos negros, entre tímidos y curiosos, me miran de perfil, se revuelven, se esconden y por fin se lanzan a un duelo absurdo por vencer a los míos. -Es inútil siquiera intentarlo: los ojos azules encadenan-.

Un poco más lejos, una sonrisa amarga se dibuja en un rostro opaco y gris, que apenas se refleja en el cristal, como si de la sombra de un fantasma se tratara. A su lado, resplandece una solitaria mujer, elegante y altiva, que se tambalea sobre sus tacones, demasiado altos. Junto a la ventana, un hombre extraño frunce los labios con enfado mientras lee el periódico, ese periódico que luego dejará abandonado en el asiento, y que inevitablemente, caerá en otras manos.

Me desconcierta el concierto de voces, ecos sonoros sin sentido; y las risas estridentes, y los silencios prolongados, y los amaneceres en el tren, a través de la ventana, que me inspiran con su belleza cuando nadie me está mirando. Esa belleza frágil, suspendida de un hilo... trasparente pero nítida, palpable y cálida, pero caprichosa.

Y es que a veces, me da pena que nadie contemple con estos ojos las primeras luces del día, las pinceladas dulces de la alborada, que sonrojan el cielo, tiñendo de naranjas la línea del horizonte, y susurrándome al mismo tiempo, versos desiguales que repito mentalmente hasta la extenuación.
Con los labios entreabiertos, cada día aprendo a resucitar de mis cenizas. Y es que, desde el tren, todo pasa más deprisa, incluso la vida, pero el tiempo se inmortaliza.

Los paisajes, como estampas, se quedan grabados en mi memoria: no necesito fotografías.
Los minutos se consumen, el tren se detiene, y todo vuelve a la normalidad. Entonces, justo antes de pisar el andén, mis pies vacilan; y me gustaría no bajar nunca del tren, y emprender un viaje, a cualquier destino que no sea mentira. "Un viaje hacia ninguna parte, donde tal vez exista la poesía..."


















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