domingo, 9 de diciembre de 2012

Imaginario II


Siete colores, catorce, veintidós.
Las montañas se mudan de vestido, tratan de no repetirse: son cambiantes, imprevisibles, grandiosas.
Tres mujeres como tres montañas se miran en ellas, entre ellas. Parecen gigantes.
Son parecidas porque están compartiendo un pedazo invisible de la Pachamama. Inexplicablemente, se entienden bien: berlinesa, parisina y española. Inexplicablemente.
Cada una de ellas cree que conoce una ciudad diferente, a la que pertenece por el simple hecho de haber nacido allí. Allí nacieron desnudas, conocieron el amor o el deseo, fueron más o menos felices, y al cabo del tiempo, al mirarse en el espejo se dieron cuenta de que todo lo que creían tener no les pertenecía en absoluto.
Seguían desnudas, y huyeron.
Escalaron montañas mientras sentían que alguien las iba escalando por dentro. Su cuerpo de repente vacío de vísceras, de humo, de hijos; su cuerpo ebrio de vida y naturaleza o pájaros. Tres mujeres desnudas subieron tres montañas vestidas. De luto jamás, siempre tonalidades encendidas, llameantes.
Un nombre: Purmamarca. Y muchos destinos posibles.
Nadie las espera en ningún lugar, alguien las espera en todas partes. Una, la más pequeña, ha dejado de tener miedo, simplemente sube hacia arriba y mira el barranco con otros ojos, ojos abismo azul oscuro.
Venía del amor y de la guerra, de la tortura misma, de un campo de desconcentración.
Su color era o había sido el rojo. Sangre efervescente navegando sus venas, sus poemas. Había amado, había desamado y vuelto a amar. Ahora no sabía hacer ni una cosa ni la otra, era una mujer sola que huía de su soledad para encontrarse con nuevas y distintas soledades.
Fotografió los arcoiris con el pensamiento y tarareó melodías argentinas. Una zamba, el recuerdo de una voz  grave cantando payadas que enamoraban su corazón chiquito. La hoz del tiempo maltrataba su mente, la condenaba a a seguir y seguir soñando. Los sueños eran de tinta, tinta corrida sobre el papel.
Descendieron la montaña y cada una siguió su senda, su sendero que se bifurca. No volvieron a a coincidir a pesar de sus promesas iniciales, las tres mujeres.
Tampoco regresaron a sus países, ni hicieron el amor, ni dejaron de amar aquellas montañas que eran suyas, nuestras, mías.

(Pensado en Purmamarca, Jujuy)

sábado, 8 de diciembre de 2012

Imaginario de imágenes reinventadas

Escritas  durante  un viaje al norte de la Argentina, 
noviembre- diciembre de 2012

I

Una mujer-casi-niña, tostada, de ojos inmensos y bamboleantes caderas sube las escaleras del bondi, me mira, se aparta el sombrero de ala ancha del pelo, toma asiento a mi lado, me mira de nuevo.
En sus brazos se retuerce una chiquita de mofletes llenos, de un tono dulce de leche. Sus graciosas coletas a ambos lados de la cabeza se agitan con el traquetreo; sus diminutos pies no dejan de darme pataditas en el muslo derecho, ensuciándome el pantalón.
Y qué. Qué pasaría si esas niñas fueran yo en este momento: de camino a Humahuaca para tomar otro colectivo hacia Salta, y de ahí un avión a Buenos Ayres, y luego otro colectivo a Mercedes, San Luis, y más tarde... más tarde quizá otro, y otro, y muy posiblemente uno más.
Qué pasaría:
Si mi vida es algo, tal vez sea una sucesión de un ir y venir interminable, "hacia no hay dónde", diría Pizarnik,  sin patria que abandonar, sin patria a la que volver. Por qué ellas nacieron en una casa entre las montañas, a más dosmilmetros de altura, color dulce de leche o manteca. Por qué su herencia, por qué las horas de espera bajo el sol con un sombrero. Por qué vos y no tú o usted.
De ala ancha, el sombrero, además.
La piel impoluta y brillante bajo el sol. La niña mamando la leche de su madre, mujer-niña que hace no mucho también hizo ese mismo viaje y fue a la escuela en Iruya, donde un día volveré para nacer o morir, quién sabe. 
Y qué pasaría si de tanto sostener la mirada de esa niña, mis dientes se vuelven falsos y me encuentro absorbiendo la vida a través de un pezón.
Imaginad siquiera que el mundo empezase en un pezón: pequeño y glorioso, sabroso. 
                                                                                                                                  Suave.
                                                                                               (Entre Iruya y Humahuaca, no sé dónde)






viernes, 7 de diciembre de 2012

La era Después del Fuerte




En el fondo eran cuatro niñitos abrazándose, diciéndose adiós con los ojos y con las voces y con las entrañas.

Tenían que abandonar el que había sido su rincón de juegos, y no era fácil desprenderse de los granos de arena que habían compartido durante tantas, tantísimas horas: los llevaban grabados en las palmas de las manos, adheridos casi, y entre los dedos de los pies. Era de ese tipo de recuerdos que jamás te sacas de las uñas, que permanece orgulloso de haberse hecho un hueco en tu interior. 
Como la saliva asoma a la boca del hambriento, la emoción se les escapaba a bocanadas, llenando el escaso aire comprendido entre cuatro paredes. 

Su casita de juegos está algo desmoronada. Tuvo un tiempo de esplendor porque ellos la hicieron hermosa y envidiable a los ojos de los demás niños. Allí era donde su amado fuerte se elevaba, hasta rozar las nubes -imaginarias siempre, sobre un lecho blando para saltar y hacer peleas, jugar al truco o a culo, ver películas y leer cuentos en voz alta, tocar instrumentos de cuerda o de viento, comer cualquier tontería para dormir después como bebés gordos y satisfechos.

Sus juegos no siempre eran tan inocentes. Pasadas las doce de la noche, los niños se emparejaban y emprendían investigaciones independientes. Todo estaba permitido, nada podía darles vergüenza  Sus gritos de placer resonaban en las paredes de su diminuto refugio, que se tambaleaba pero nunca llegaba a caerse. Tenía unos pilares muy fuertes, como el vínculo que les unía a los cuatro niños.
El más mayor bien podría haber sido el jefe. Tenía carácter y se hacía respetar, pero su apariencia seria duraba muy poco, tan poco como tarda un helado en derretirse. Sus ojos de color indefinible también se derretían cuando estaba contento y comía helado o ganaba una partida de cartas. Su aire felino intimidaba un poco al principio, pero sus amigos sabían que era un gatito bueno con las uñas un poco largas y los dientes afilados.
Trepaba con agilidad vertiginosa. No tenía miedo de nada, excepto de que un día su sueño de volar se cumpliese y no quisiera volver a la realidad jamás. 
Llevaba alma de fuerte en la sangre antes que ninguno. 

El segundo chico no era menos curioso. Su capacidad para comer hasta que la comida desapareciese del plato les maravillaba, y jugaban a ver quién le conseguía llenar. Creo que su fracaso fue rotundo. Los demás no entendían cómo podía caber tanta cosa en un cuerpo tan chiquito, y sus visitas al baño tenían fama de ser grandiosas, por su penetrante olor. 
Cantaba muy bien y muy alto canciones de rock, y a todos les entraba un nosequé de nostalgia y alegría al escucharle cada noche. Era gracioso y vivía poseído por un ser extraño llamado Gladis, al que intentaba aniquilar cortándose el pelo cada poco tiempo. 
Las dos chicas eran completamente diferentes, y al mismo tiempo, complementarias. Lo que una tenía de caótica, lo tenía la segunda de ordenada; y las melancolías de la más soñadora contrastaban con el espíritu alegre e incansable de la mayor de las dos. Se cuidaban entre ellas porque habían llegado hasta allí persiguiendo el mismo sueño. Ahora que lo tenían entre manos les gustaba compartirlo, mimarlo, moldearlo, comérselo en pequeñas dosis o grandes mordiscos. 
Las dos eran fuertes y valientes, niñas-mujeres que cuidaban de los chicos y los malcriaban cada tanto. 

Los cuatro amigos se sentaban en su fortaleza altísima y miraban desde arriba la ciudad de los mayores. Daba un poco de miedo observarlo todo desde ahí, pero no por ello resultaba menos excitante. Volaban por encima del resto y lo sabían, y cantaban la melodía de su canción favorita fundidos en un abrazo fraterno y único, cálido como solo pueden serlo los atardeceres desde su fuerte. 
Tralará... I´II be there for youu!! gritaron. Y así fue.

Allí permanecerán siempre. Allí siguen, no se han marchado nunca. No pueden. Su destino es volver y volver a jugar juntos, pase lo que pase, aunque vivan en lados opuestos del mundo.
La amistad no sabe de distancias ni habla idiomas diferentes.