viernes, 31 de mayo de 2013

El vacío

G no sabe cómo lo hace, por qué siempre termina cayendo en la misma trampa. Ha llegado a su casa tras un pequeño viaje y tiene el presentimiento de que las cosas no van a estar igual a como las dejó unos días antes, ni mucho menos.
G ha pensado de vez en cuando en O. Se ha acordado de él especialmente al ver las camisetas de Bob Marley en el mercadillo de Candem Town, sintiendo por dentro una especie de malestar, calentura y sosiego a partes iguales. G tiene la impresión de que, haga lo que haga, siempre se da de bruces con el vacío.
Enciende el ordenador y se conecta al mail con lentitud deliberada, comiéndose las uñas por la impaciencia, retrasando lo que está por venir. Le saluda la bandeja de entrada con cinco resplandecientes mensajes sin leer. Sólo le interesa uno, el de O.
Lo mira fijamente. Luego cierra los ojos al tiempo que hace click con el ratón sobre el correo en cuestión. No tiene asunto; ni falta que hace.
Es largo. Consta de un encabezado cordial y cuatro párrafos de diferente extensión, que se le antojan interminables, a pesar de no serlo en absoluto. Hace una primera lectura rápidamente, tanto que apenas consigue descifrar del todo las palabras que tiemblan en la pantalla. Hay algunas mal escritas; otras, mal empleadas. Me explico: O es extranjero y a veces tiene errores gramaticales, cosa que conmueve profundamente a G.
Ahora, G no sabe qué sentir.
Tras leer cada línea más despacio, empieza a comprender lo que ya sabía, aquello que le había susurrado su intuición algo perversamente, y que ella se había negado a creer de puro desconsuelo. G no ignoraba que O tendría que marcharse más tarde o más temprano, regresar a su antigua vida, en una ciudad extranjera de un país extranjero. Pero hasta que ese día llegara, le apetecía compartir todos los libros y los orgasmos y las cervezas posibles con él. Exprimir el tiempo hasta la última gota. Exprimir su boca hasta el último beso.
Es muy soñadora, G. Pensándolo objetivamente se da cuenta de que eso habría podido suceder en una novela barata, no en la vida real. Leyendo las palabras de O, tan hermosas como tristes, G siente que ha cometido un error yendo tan lejos; fantaseando tanto como le da de sí la imaginación, que no es poco.
Con un suspiro, G se levanta de la silla y se deja caer en la cama. Coge a Bolaño, el libro de relatos de Bolaño que le pidió prestado a O para su viaje, y que no ha terminado todavía. Le resulta imposible concentrarse. Cierra los ojos y muerde calladamente la almohada rosa que ha venido con ella desde una ciudad chiquita al norte de Inglaterra, Newcastle. Sus labios se curvan en un puchero. No tardan en aflorar las lágrimas, gruesas, lentas, que dejan un reguero húmedo en las sábanas.
No quiere pensar en nada, y no es consciente de que se ha quedado dormida hasta que le despierta la voz lejana de su madre. Es la hora de comer, pero G no tiene hambre. Un puño invisible aprieta con fuerza su estómago hacia dentro, y tiene la sensación de que sus vísceras están aplastadas, huecas. Es de procedencia desconocida su dolor. Resulta absurdo resistirse, así que le permite fluir a su capricho por sus venas. Calor, frío, calor.
Un color: el verde. Cuando G piensa en los ojos color verde de O, le escuecen las palmas de las manos y nota un dulzor detrás de la lengua. Aquellos ojos, que nunca estaban del todo abiertos sino más bien estirados, en forma de almendra o de algún otro fruto seco. Aquellos tiránicos y bondadosos ojos que se habían detenido por primera vez en los suyos durante un instante breve, posiblemente un martes, posiblemente en el aula 102 del módulo IV de la facultad de Filosofía y Letras. Posiblemente.
Ahora echaba de menos ese verde que no era tan tan verde, pero que lo parecía a simple vista. Recordaba haberlo visto en los ojos de algunos gatos de la calle, en los niños rubios de los países lluviosos. O había venido de uno de esos dos rincones, eso estaba claro. Era más alto que la mayoría de los hombres con los que había estado. Para besarle tenía que ponerse de puntillas y colgarse de sus hombros, como una niña en brazos de su padre. Sus manos gigantes asediaban su cuerpo en centésimas de segundo, y G era una mujer pequeña con una ilusión pequeña. Las rastas de O le hacían cosquillas en la cara. Sus puntas de pelos tiesos estaban descuidadas, pero le sentaban bien. Parecía un león; un león tranquilo, un león echando la siesta que esperase a que su leona volviese de caza.
Porque G se convertía en una leona cuando la acariciaban, y lo cierto es que había pasado muchos meses sin ser acariciada. G anhelaba recuperar eso: despertarse con muchas ganas de vivir y no tener sueño hasta muy entrada la noche. Reír sin motivo alguno. Garabatear algún que otro poema más o menos mediocre y leerlo, leérselo a quien quisiera escucharla. Cocinar tortillas de patata, de tamaño perfecto, de sabor perfecto. Caminar acompañada en las noches frías. Que alguien la deseara. G no deseaba un O, pero había aparecido por casualidad, y ella lo había recibido con el corazón sobresaltado y las mejillas encendidas.
Ahora se apagan, blancas como el papel, contra la almohada.
Los labios le saben a sangre. Morder le apacigua un poco. Escucha gritos en la calle, cercanos. Se ha escondido el sol, pero dentro de no mucho amanecerá. En la vida siempre amanece, pese a los agujeros.
G adivina el vacío. G olisquea la soledad. G no opone resistencia: se va a la cama con ella y, sin preliminares, deja que tome posesión de su cuerpo.

Después la espanta, como un amante que no quisiera compartir su lecho o sus sueños con una extraña.

sábado, 25 de mayo de 2013

noche flamenca


acá donde tu cuello se está bien

                               los labios fatigados de tanto caminar

                                                     los huesos achicados de tanto dislocarse

                                                      las palmas tan abiertas tan descomunalmente abiertas

                                 los zapatos pequeños tontos perpendiculares

  la noche fresca aunque el rojo diga lo contrario

 
Voy a meterme tus rastas en la boca hasta llorar de fiebre y de dulzura y de misterio

                                                                  o de miseria

                           
                 a lo lejos se oyen los tambores                      muy pronto seremos devorados

                                                                       (...)

                                   

                                                       

                                 
                                     


                                                               

sábado, 18 de mayo de 2013

Recuerdo de Valparaíso

                                           
                                                      El mundo se va por el viento
                                             y un perro aúlla de infinito buscando la tierra perdida


Que el verso sea la llave
que abra mil puertas

                                               
                                                        sobre sus olas, bajos los cielos sonámbulos
                                                         mis ensueños se alejan como barcos.

                                                     
                                                  Y ahora mi paracaídas cae de sueño en sueño
                                                         por los espacios de muerte.


                                         
                                       

Viven todas las cosas bajo el Sol.
El poeta es un pequeño Dios.

(Valparaíso, enero de 2013; versos de Vicente Huidobro)



domingo, 12 de mayo de 2013

pasajera en trance*

a veces me sentía lejos de allí

no imaginaba lo que sería abrir el mail y ver
una oferta para la misma obra de teatro
sí la misma
el viento en un violín
que vimos aquella noche de tango y striptease
en un cuarto oscuro y apenas iluminado
por la luz de una vela muy pequeña

a veces me cruzaba a un español
un galleguito como quien dice
y su acento causaba en mis entrañas
una mezcla de complicidad y repugnancia
que estaba más allá de lo humano
 y luego
como si fuera inevitable
le preguntaba de dónde era 
qué había ido a hacer allí
en el orto del mundo
cuánto tiempo llevaba en Buenosayres
pero nunca nunca nunca
me atrevía a preguntarle si pensaba volver
a su casa en Vallecas o el barrio Salamanca

en ciertas ocasiones me inventaba
que había nacido en Rosario
aunque mis papás eran naturales de Entre Ríos
y que de cuando en cuando viajaba
hasta un pueblecito más allá de la pampa
San Martín de los Andes
que tiene unos lagos preciosos y azulísimos
como los ojos de Carla 
amiga de Magui
la santafesina

en realidad pocos sabían
por no decir nadie
que jamás había pisado esos lugares
salvo en sueños puntuales
decididamente estrafalarios 

lo cierto fue que un día me cansé
de Capital Federal
y me fui a recorrer el norte 
como una mujer que huyese 
del hombre que nunca la ha querido
y viajé tantos kilómetros
debajo de mi manta boliviana
que mis ojos perdieron la noción del espacio
que no del tiempo

me gustaba la sensación de caminar
sin buscarle respuestas a todo
instintivamente
y seguir el brillo de las mismas estrellas
que lucen en el cielo de Madrid
día y noche estrellas distantes

pero a veces me sentía lejos de allí

entonces decidí romperme los huesos
contra las piedras más picudas
y dejar mi cuerpo 
abandonado en un río seco
y volví a buscar a ese que amaba
para decírselo 
pero no salió bien
nada bien

hicimos el amor en ocasiones contadas
muy deprisa y muy borrachos
hasta agotar el año 
y las ganas de restregarnos los fallos
o de gemir alto
como las tortugas mercedinas

finalmente
nos dijimos adiós 
en una terminal de autobuses
a las seis de la mañana:
yo me esforcé en llorar un tiempo prudente
hasta que se me cerraron los ojos
y muchas horas más tarde
desperté en la frontera con Chile

estaba rodeada
de extraños de soledad y montañas
en proporciones incalculables

me sentí distinta
muy distinta
entonces supe lo que era echar raíz y
lo mucho que duele exiliarse


*título de una canción de Charly García







miércoles, 8 de mayo de 2013

El violinista de Nuevos Ministerios


Vivaldi. ¿Vivaldi? Sí, Vivaldi es sin duda el nombre que acude a sus mentes al escuchar las notas del violín día tras día, mañana sí y mañana también, en la encrucijada de pasillos de la estación de Nuevos Ministerios. El ajetreo constante y la marea de gente en direcciones opuestas no merman el pulso controlado y exacto del violinista, su mano firme sosteniendo el arco, sus dedos largos acariciando las cuerdas. Entrecerrados, sus ojos extranjeros parecen rememorar un paisaje diferente, de calles familiares con olor a sopa de remolacha y pato asado. La mayoría de los que pasan por delante de él ni siquiera se detienen un instante a mirar su jersey blanquecino o la suciedad de sus zapatos; creen que si miran en el interior de la funda del violín, ataúd negro hambriento de monedas, caerán dentro y ya nada podrá rescatarlos de ese tenebroso y delirante abismo musical.
Pero yo sé que el violinista finge tocar a Vivaldi, mientras se eleva por encima de los jóvenes con mochilas al hombro, las funcionarias de tacón y pintalabios, los viajeros pegados a su maleta de ruedas. Y además, sé que el violín finge ser tocado cuando en realidad proclama pizzicato en grito sus penurias pasadas, su temblor ante futuro, su terca y llorosa inexperiencia.
Al igual que sobrevive una palmera cubierta de nieve en el centro de la ciudad de Varsovia, sobrevive en Madrid un violinista de ojos glaciales, que toca una y otra vez la misma estación de Vivaldi: el invierno. 

martes, 7 de mayo de 2013

que no me oiga Neruda

Mi boca era una araña que cruzaba escondiéndose.
En ti, detrás de ti, temerosa, sedienta.
(P. Neruda)
huele insoportablemente a mí y
        no lo soporto
     
 me está volviendo loca esta piel de siempre y quiero mudarme
             verter todos mis poros mis libros mis horrores
                               en tu regazo
                  y  que me abraces desnuda o desgarrada
                           mientras el techo cae
                                                            cae
                    va ca-
                  yen-
               do-
                    sobre nos
                                   otros:
                     
        ¿desde cuándo goteras en los árboles?
                     
              de qué color son
                 ellos
          (los rampantes los pecotosos los inciertos)
                                 yo sólo sé que vinieron del Norte
               buscando un lugar donde quedarse
                             
                   limpio chiquito tal vez barato

         y abrí las puertas de mi caparazón
                para que los pájaros de tu boca fueran mis animales

                 

sábado, 4 de mayo de 2013

Influencia

                   Naranja
       naranja el sol casi oculto y los rayos que lamen mis codos trepan muy despacito los brazos hacen cosquillas en la axila buscan asiento en los hombros frenan en la clavícula
     donde tu nuez
        que es tan grotesca como la del resto de los hombres pero que es tuya y por eso la toco la retoco 
                 la siento
    dentro de mi garganta hay un nudo un desnudo sentimiento que me da escalofríos y pienso en el verano el Retiro los libros de chilenos exiliados en México la hierba mojada los mosquitos la cerveza helada los idiomas reconocidos los símbolos que no significan las falsas pistas las autopistas los amaneceres entre pestañas
                                        (lo desconocido del horizonte)

naranja es mi pisada mientras leo y naranjas las palabras que me llenan




jueves, 2 de mayo de 2013

Dicen las paredes

                                           
                                            (En el barrio de La Boca, Buenos Aires)