Vivaldi.
¿Vivaldi? Sí, Vivaldi es sin duda el nombre que acude a sus mentes al escuchar
las notas del violín día tras día, mañana sí y mañana también, en la
encrucijada de pasillos de la estación de Nuevos Ministerios. El ajetreo
constante y la marea de gente en direcciones opuestas no merman el pulso
controlado y exacto del violinista, su mano firme sosteniendo el arco, sus
dedos largos acariciando las cuerdas. Entrecerrados, sus ojos extranjeros
parecen rememorar un paisaje diferente, de calles familiares con olor a sopa de
remolacha y pato asado. La mayoría de los que pasan por delante de él ni
siquiera se detienen un instante a mirar su jersey blanquecino o la suciedad de
sus zapatos; creen que si miran en el interior de la funda del violín, ataúd
negro hambriento de monedas, caerán dentro y ya nada podrá rescatarlos de ese
tenebroso y delirante abismo musical.
Pero
yo sé que el violinista finge tocar a Vivaldi, mientras se eleva por encima de
los jóvenes con mochilas al hombro, las funcionarias de tacón y pintalabios, los
viajeros pegados a su maleta de ruedas. Y además, sé que el violín finge ser
tocado cuando en realidad proclama pizzicato
en grito sus penurias pasadas, su temblor ante futuro, su terca y llorosa inexperiencia.
Al
igual que sobrevive una palmera cubierta de nieve en el centro de la ciudad de
Varsovia, sobrevive en Madrid un violinista de ojos glaciales, que toca una y
otra vez la misma estación de Vivaldi: el invierno.
Se llama Ghennadii Climov
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