Estábamos mojados cuando apareció. Se puso a hablar casi de
inmediato, con una alegría en la mirada que parecía recién salida de una
película de Disney. Parecía un vendedor de enciclopedias. Pero no nos habló de
enciclopedias, sino de su vida en vaivén y de su mujer y sus hijos, de los seis
meses que vivió aquí y otros tantos allá, de una llamada telefónica y cierta
promesa de trabajo, del Retiro, donde no había visto la crisis, de un comedor
social en el que le habían dado de desayunar aquella misma mañana y luego le
habían echado. ¿Y dónde iba a dormir? Pues en la calle. No era el único.
Habíamos empezado a secarnos. Nuestros ojos abiertos bajo
el Mediodía. El calor que despedía el hombre tenía mucho que decir aquella
noche lluviosa que no iba a terminarse nunca. El calor asombroso de un día de
abril en el que ni siquiera había hecho calor. Y el color picante en el
estómago de la comida griega. La textura de un libro que estaba a punto de
nacer entre aullidos de lobos. El perfume de la palabra dios y de la palabra
piedra y de la palabra humedales. Una mano que resbala sobre el cuero, otra que
no sabe dónde meterse, dónde dejarse caer si no es a un precipicio.
Su abrazo nos envolvió de repente como a dos cachorros
extraviados en la gran ciudad. No fue un alivio pero tampoco me había dejado
abrazar nunca por un loco bajo el Mediodía. El baile frenético de sus verbos no
me pareció extraño, no se me antojó extranjero. Entonces le pregunté por la
poesía y él me respondió que no se podía hacer un poema con un rebaño de
ovejas. Lo imaginé escribiendo versos en medio de un bosque profundísimo, en la
tierra más despoblada de Rumanía, pero escribiendo sin freno como sólo pueden
hacerlo dos o tres personas en el mundo.
Mientras tanto, él seguía hablando de lo bien que se le
daba soldar, y nos lo creímos, y luego dijo ser cerrajero, y nos lo creímos, y
cuando parecía que iba a terminar, continuó su acervezado discurso, y no nos lo
podíamos creer. Nos miraba a cada uno, alternativamente, y repetía que éramos
inteligentes, que habíamos aprendido tantas cosas como él aprendió una vez de
una profesora. De vez en cuando se atusaba el traje de chaqueta gris y la
camisa azul, y miraba su única posesión, una pequeña mochila donde cabía su
vida y un litro de cerveza, y probablemente varios pares de calcetines y un
peine o, en todo caso, un frasco de colonia. Me hubiera gustado decirle que en
esa mochila también cabía un poema, o dos, pero probablemente él hubiera
preferido un lugar caliente para dormir. O un trabajo.
Le dimos la mano, que nos apretó con fuerza. Estábamos
empapados. Ni siquiera importó que no hubiéramos hecho el amor.
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