lunes, 21 de abril de 2014

El loco del Mediodía



Estábamos mojados cuando apareció. Se puso a hablar casi de inmediato, con una alegría en la mirada que parecía recién salida de una película de Disney. Parecía un vendedor de enciclopedias. Pero no nos habló de enciclopedias, sino de su vida en vaivén y de su mujer y sus hijos, de los seis meses que vivió aquí y otros tantos allá, de una llamada telefónica y cierta promesa de trabajo, del Retiro, donde no había visto la crisis, de un comedor social en el que le habían dado de desayunar aquella misma mañana y luego le habían echado. ¿Y dónde iba a dormir? Pues en la calle. No era el único.
Habíamos empezado a secarnos. Nuestros ojos abiertos bajo el Mediodía. El calor que despedía el hombre tenía mucho que decir aquella noche lluviosa que no iba a terminarse nunca. El calor asombroso de un día de abril en el que ni siquiera había hecho calor. Y el color picante en el estómago de la comida griega. La textura de un libro que estaba a punto de nacer entre aullidos de lobos. El perfume de la palabra dios y de la palabra piedra y de la palabra humedales. Una mano que resbala sobre el cuero, otra que no sabe dónde meterse, dónde dejarse caer si no es a un precipicio.
Su abrazo nos envolvió de repente como a dos cachorros extraviados en la gran ciudad. No fue un alivio pero tampoco me había dejado abrazar nunca por un loco bajo el Mediodía. El baile frenético de sus verbos no me pareció extraño, no se me antojó extranjero. Entonces le pregunté por la poesía y él me respondió que no se podía hacer un poema con un rebaño de ovejas. Lo imaginé escribiendo versos en medio de un bosque profundísimo, en la tierra más despoblada de Rumanía, pero escribiendo sin freno como sólo pueden hacerlo dos o tres personas en el mundo.
Mientras tanto, él seguía hablando de lo bien que se le daba soldar, y nos lo creímos, y luego dijo ser cerrajero, y nos lo creímos, y cuando parecía que iba a terminar, continuó su acervezado discurso, y no nos lo podíamos creer. Nos miraba a cada uno, alternativamente, y repetía que éramos inteligentes, que habíamos aprendido tantas cosas como él aprendió una vez de una profesora. De vez en cuando se atusaba el traje de chaqueta gris y la camisa azul, y miraba su única posesión, una pequeña mochila donde cabía su vida y un litro de cerveza, y probablemente varios pares de calcetines y un peine o, en todo caso, un frasco de colonia. Me hubiera gustado decirle que en esa mochila también cabía un poema, o dos, pero probablemente él hubiera preferido un lugar caliente para dormir. O un trabajo.
Le dimos la mano, que nos apretó con fuerza. Estábamos empapados. Ni siquiera importó que no hubiéramos hecho el amor.

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