martes, 26 de febrero de 2013

Nada


Ellos no tienen la culpa. Se limitan a zambullirse en ese molde impreciso y fluctuante que soy cuando no estoy en mi cuerpo.
Esto no siempre fue así. Antes, yo era aire: aire, aire, aire en oleadas, furiosamente aire. Él me había elegido por este hecho; de no haber sido así, me habría ahogado entre tanta nada inmensa. Devastadora y desbastada nada.
Una voz cercana susurra algo así como “no siempre somos los mismos”, y me sé un pantano oscurísimo y amorfo que solamente pudiera engullir miembros ajenos, absorberlos a ellos a través de las plantas de sus pies desnudos de hombre. Su ímpetu se transforma en nutrientes que me llenan y me ensucian al mismo tiempo.
No creo en la luz.
Soy identidad viscosa, manos con forma de molde talladas por un borracho en un acceso de inspiración. Soy de color marrón, nunca más hija del aire sino heredera de un humo intoxicado que nubla los ojos, que apelmaza las pestañas. De tan turbio que tengo el corazón me da risa, o asco, o las dos cosas a la vez y sin freno.
Quién pudiera salir del fango. Mirar hacia arriba, volver a sentir algo distinto, tacto tácito, que mueva a la caricia o al llanto. Quién pudiera volver a llorar por fuera, como los niños. En mi boca hay dos pedazos de abismo que surgen de entre los dientes. Morder era un consuelo, cuando era aire y poseía aliento propio.
Proclive a la miseria visceral, me nace un pálpito en el sexo que no puede ser nada más que una maldita mentira como tantas otras. Me he convertido en una masa de agua, en la que sólo es posible ahogarse o navegar a ciegas. Ni dulce ni salada, es el agua. Sabe a puro amargor.
Fue el amor. Ellos no tienen la culpa: fue el amor quien hizo que me arrojase desde las alturas sin miedo a tocar fondo. Y todo para descubrir que en el fondo no hay un lugar para quedarse, sólo más fondo.
Y un sonido de violín, lejano a mis oídos, punzante como unos ojos de pantera. 

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