El metro se ha parado a medio camino esta mañana; y yo con los desdenes de febrero atravesados en la garganta.
Si fuera retratista, pintaría cada nuevo día un óleo diferente, mezclando los colores en esa paleta inabarcable y sorprendente que es nuestra imaginación; pero como desafortunadamente el don de la pintura lo heredó mayoritariamente mi hermana, me limito a dibujar mentalmente la tonalidad de las vidas ajenas, sus brillos e imperfecciones. Disimulando mi condición de usurpadora sentimental en medio de un vagón abarrotado de gente, -en el cual he conseguido hacerme un huequito digno tosiendo un poco con aire enfermo- me confundo entre los viandantes, y comienzo a perfilar el retrato de una señora cualquiera, que apoyada en la barandilla más cercana, parece un trazo grueso de una brocha algo estropeada. A su lado, una niña con las mejillas carmín de granza me devuelve una sonrisa torpe y cansada, pero no por ello menos exultante. Frente a mí, dos ojos verde esmeralda yacen entrecerrados bajo unas gafas redondas, y cada vez que se abren, lo hacen como si fuera la primera y única vez. Sentado codo con codo, se halla un hombre difuso, con la cobarta amarillo cadmio bailando en su pecho, único foco de luminosidad en su oscura figura. Contrastes, contrastes... Y no muy lejos, el azul cobalto de un abrigo me recuerda los cuadros antiguos de mi madre, -furiosos paisajes que gritan en silencio, oleajes durante una tempestad donde se funden azul ultramar y violentos morados, abstractos túneles que parecen no tener fin, caprichos surrealistas donde se adivinan imágenes mitólogicas, retratos inquietos en sepia o carboncillo, y románticos paisajes impresionistas, mis favoritos, donde todo puede suceder.
Por fin, el banboleante metro -de la línea seis, indudablemente-, se detiene, y las puertas del vagón ceden con asombrosa lentitud. Los límites de mi cuadro se pierden, inevitablemente, y sin perder más tiempo, guardo los pinceles y me zambullo de lleno en la obra de arte inacabada: ese magistral retrato que es la vida, y que cada nuevo día me abruma con la intensidad de sus tonalidades.
Está muy bien Gema, sin estridencias.
ResponderEliminarNo tendrás el don de la pintura, pero ya sabes que con las palabras se puede pintar, construir, destruir, matar, resucitar, cantar, esculpir e incluso escupir.
ResponderEliminarPerderme en tus palabras da gusto, porque en realidad, nunca me pierdo, y siempre me llevas de la mano hasta un punto final bien definido.
:)