El lector-caminante deja que sus
pies le lleven hacia una senda nueva, inexplorada, prometedora. De pronto, un
cartel: letras verdes sobre fondo azul. Todas
las fiestas de mañana. Apenas duda un instante antes de internarse en la
espesura y adaptar los ojos al universo desconocido que le rodea. Es tan denso
el follaje. Y tan auténtico. Eso que ve no es otra cosa que el futuro en torno,
la celebración de lo que vendrá. De lo que ya está cerca.
No
puede contener su fascinación por la atmósfera. Una lluvia muy fina, lento
orvallo que va calando sin apenas darse cuenta. Camina, y mientras lo hace, un casete
no deja de repetir la misma melodía triste en su cabeza, una y otra vez. Un
paisaje “contenido bajo las uñas” empieza a dibujarse: “El espacio que ha
dejado tu cuerpo/ se parece a un ancla”, “Las palabras ocurren igual que
árboles sin nombre”. La afirmación es hábito, salmodia, una prueba fiable de
que la vida sí, de que existe una posibilidad a pesar de los desniveles del
terreno.
Avanza,
avanzas. Pero, ¿hacia dónde? “Estoy en la frontera entre algún lugar y
cualquier lugar”. Algunas veces no es necesario, -ni siquiera importante-,
conocer el destino, lo que está a punto de estallar. Lo arriesgado del sendero
es precisamente esto: su apariencia serena, la gravilla entre los dedos, que de
un momento a otro, puede tornarse barro, fango incómodo que impida la sonrisa,
el aliento: “Nos marchamos de algún lugar/ que todavía no conocemos”. Habitantes
de lo desconocido, criaturas dormidas sobre la hierba, seres que viven a los
pies de un acantilado.
Afirmación
tras afirmación, el lector se siente cada vez más seguro de unos pasos que ni
siquiera son los suyos, pero que se parecen misteriosamente. Son los de Juan
Bello Sánchez, quien se muestra con total transparencia, vital y humana:
“Expongo mi teoría: / la piel es todo aquello que siempre/ olvidamos en los
pasamanos”. Carne y rasguño. Casi zarpazo. La extraña y atrayente convivencia
con los objetos (un reloj, un libro, una farola), el diálogo íntimo con los
lugares (la plaza, la estación de autobuses, la orilla del mar) y, ante todo, el
encuentro consigo mismo, son algunos de los límites de este poemario, que se
construye y se desvanece en el momento de la lectura.
El
lector detiene sus ojos, respira hondo, profundo. Ya ha recorrido demasiado
como para echarse atrás. Deja que las manos se empapen de emoción: es la
emoción y el vacío de ser hombre, de tener la capacidad para contarlo.
Entonces, sucede: “Cuando llueve, la lluvia siempre es lo menos importante”, y
también: “Un día/ aprendimos a tener miedo. / Y desde entonces/ no hemos/
dejado de sentirlo”. Pase lo que pase, el sendero ha cambiado su manera de
estar en el mundo, de precipitarse sobre las cosas, que caen por pura inercia.
Queda
el sol todavía, la promesa de un sol que se anuncia como un pájaro. “La orilla
no conduce, nos diluye”.
Diluyámonos.
*Todas las fiestas de mañana de Juan Bello Sánchez, Editorial Pre-textos (2014). Premio de poesía joven RNE 2013.
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