Enciendes mi lamparita de noche y apago
los ojos para no mirar más de frente al día
que ya va perdiendo su olor entre mis dientes
que repaso con la lengua mientras me llega
el sabor a chocolate del último capricho.
Caprichoso el azar, y los mortales, y sus des-
iguales vidas que pueden ser más o menos locas
o fantasiosas o aburridas siempre que sean cons-
cientes de que el segundero no se detiene nunca
en su absurdo trayecto esférico medido.
Me da pavor el sonido, las agujas taladran mis
orificios nasales y te juro que si pudiera
me convertiría en número para cambiar de sitio
y confundir sus férreos esquemas mentales.
La almohada oscilante se me rebela por dentro
y siento como se agita, echa a volar y ya mis ojos
solo distinguen plumas cayendo del tejado,
goteando sueños de infancia, y pesadillas de niña
miedosa, de esa niña sola enfrentándose a sus
monstruos interiores pero cara a cara.
"No mires debajo de la cama -me repito de nuevo-
no te muevas, no dejes un espacio de cielo
entre la cueva que forman edredón y sábanas.
No les tientes, no te quites el pijama aunque
estés asfixiándote, y sobre todo no apagues
la luz no apagues la luz no apagues
los ojos, niña, no cierres
los pensamientos,
que la imaginación es la única hada madrina
que puede convertir las carrozas en
calabazas y los príncipes
en paquidermos.
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