sábado, 28 de abril de 2012
Fraticidio
Dos rosas me miran desde las alturas
de un jarrón, musitando
quejas desesperadas.
Sus pétalos están temblando
como una hoja carcomida
de inclemente pulgón
y ya ni siquiera pincha
su cuerpecillo de espinas.
La más bonita se ha derretido
sobre mi mesa, y os prometo
que ha llorado diminutas semillas
de polvo de estrellas. La otra
duerme apoyada en su hombro
-parece pequeña y frágil
en su hábito blanco de novicia-
como si nunca hubiese probado
la savia bruta del tronco atroz.
Sueña, y sus sueños no huelen
a perfume de rosas sino a lavanda
laureles, semen, espliego.
Se retuerce en sus hojas, gime
y su lengua asoma de dentro afuera
-caduco el polen trasnochado-
que le hace vomitar y luego ahogarse
en el mismo jarrón donde
otra rosa marchita
comienza a florecer poco a poco
absorbiendo el impulso vital
de la hermana más débil.
Las flores, como las personas,
llevan el veneno en las raíces.
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Jardines repletos de flores venenosas donde se detiene el tiempo.
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