(Somnolencia ocasional y ojos entrecerrados. Se escucha de fondo un ronroneo intermitente de flamenco, y con cada nueva palmada, unos sorbos lentos del té caliente, aún en los vasos.)
Dos de ellos juegan al oficio de ver pasar la vida mientras mueven obstinados las piezas de un viejo ajedrez, todo hecho de cristal. Una tercera les observa, con ojos felinos, desde un exquisito diván de cuero rojo, -que bien podría ser la colchoneta de una hamaca, mirada desde otra perspectiva-. Sus labios adquieren la redondez perfecta para aspirar una calada de tabaco, a todas luces invisible; y sus manos, olvidadas en el regazo, juegan con las sedas azules de su vestido vaporoso, donde no tiene cabida la imaginación. Sus piernas no están enfundadas en unas medias negras tupidas, y su ropa interior no es del H&M; no podría serlo, pues en ese rincón preciosista cada ínfimo detalle tiene valor.
La dama de cortos cabellos rojizos inclina hacia atrás su rostro pétreo y desmayado, en un gracioso mohín silencioso, conteniendo la carcajada. Ya imagina pícaramente a sus dos amantes vestidos de cualquier manera, con gruesos jerseys de lana, y sus manos enfrascadas en la torre, el cabello, el alfil y el pezón, en la misma reina, que no es otra sino ella.. Mientras sus pensamientos se deslizan sin prisa, los jugadores siguen inmersos en el juego, completamente ajenos a estas perversidades.
Son expertos, hiperbólicos rivales que piensan cada jugada durante mucho tiempo, por miedo a cometer un solo error. De vez en cuando, el de la izquierda atrapa su bombín, y lo hace girar sobre el dedo índice en un gesto de crispación; su compañero le lleva una ligerísima ventaja. El de la derecha, a su vez, sabe con tal certeza que va a ganar que entretiene su tiempo recitando algún que otro verso rubendariano, y mientras se atusa con cuidado bigote, roza con los ojos de vez en cuando a la joven de sedas, que yace aburrida en sin igual postura decadente.
(La melodía de fondo es sustituida por el gemido melancólico de un laúd. Las notas rasgan la templada noche, y un bostezo pedante procedente del distinguido caballero del bombín provoca el desenlace súbito del juego. Jaque mate.)
El ganador, sin poder disimular su regocijo y sin decir una sola palabra, se levanta de un saltito y cruza la sala para alcanzar su más preciado tesoro: el violín. Cualquier otro instrumento, ya fuese guitarra o armónica, habría desentonado en aquella sala espléndida. Dejándose llevar por su feroz instinto, improvisa al principio, y poco a poco va brotando un murmullo agradable que se apodera de sus conciencias y pensamientos. El laúd ha dejado de sonar, y hasta los tapices de colores -con dibujos geométricos, similares a los de ciertas alfombras árabes- que adornan las paredes, parecen estremecerse de gozo.
Los rencores han quedado olvidados y, la dama, que ahora se halla en el centro de la sala, les sirve el té y sonríe, como ausente... Aquella atmósfera decadente le ha abierto el apetito. ¿Servirían manjares exóticos durante la cena?
Y es que, de repente, sin saber por qué ni cómo, le habían entrado unas ganas vergonzosas de comerse un bocadillo de jamón.
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