Por
el color de sus medias podía adivinarse en cuestión de segundos su estado de
ánimo. Los días tristes sus medias eran color gris; los alegres, de un tono
encendido: rosa chicle o amarillo canario. El único problema era que Inés, la
alocada incombustible y siempreviva Inés, también tenía derecho a ponerse
pantalones.
¿Qué
sucedía entonces? Pues que esos días, esos funestos y caóticos días, la gente
que la rodeaba se veía inmersa en un estado apoteósico de confusión y malestar
creciente. Y es que cuando Inés sacaba a pasear sus piernas enfundadas en lycra
o nylon, fuera este tejido del color que fuera, ponía en marcha un misterioso
mecanismo con el cual era capaz de ajustar los engranajes ocultos de las cosas,
y armonizar así el universo entero.
Ella
no necesitaba chasquear los dedos; le bastaba con ponerse unas medias.
Por
ejemplo, si cruzaba la clase con largas zancadas y el color de sus piernas era
azul oscuro, amenazaba tormenta, pero no sólo dentro de la misma clase, sino en
un radio de varios kilómetros a la redonda. Si por el contrario sus rodillas
brincaban bajo un estampado de rayas multicolores harto inverosímil, lo mejor
que se podía hacer era contar una retahíla de chistes para despertar sus risas,
o invitarla a cervezas.
Con
las medias de rejilla había que tener cuidado: todo podía suceder.
Precisamente, el día que se terminó el mundo, Inés iba de camino a una fiesta,
y llevaba puestas unas medias de encaje. Todo habría sido perfecto de no ser
por aquel hilo que sobresalía y que no tardó en ceder a un roce, y provocar lo
que provocó: un agujero enorme que se expandió hasta crecer y crecer,
consiguiendo que el mundo se desinflase como un globo.
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