jueves, 17 de febrero de 2011

Se llamaba Seducción


Y entonces, sin dejar de sostenerle la mirada con infinito desdén, se deshizo de aquel recogido de pelo algo caótico, para después agitar en un sensual movimiento de cabeza sus largos cabellos castaños, indomables. Su melena salvaje, caía en cascadas sobre sus hombros pálidos, desnudos, ligeramente inclinados hacia delante en un gesto pueril, dejando entrever con claridad la curva misteriosa de su cuello aniñado. Aquellos rizos, vacilantes y desordenados, parecían burlarse de su serenidad imperturbable. Ni siquiera había reparado en la deliciosa invitación de su escote, siempre incitante, que prefería insinuar delirios de grandeza a mostrarlos orgullosamente con cierta vulgaridad.

Admiraba su elegancia incluso en los momentos de más profunda confusión. Había aprendido a mirarla de reojo para que no se percatara de su turbación espontánea, y se relamía los labios en silencio al verla cruzar y descruzar las piernas, con los pantalones vaqueros marcando provocadoramente sus muslos. Tampoco podía evitar sonreír cuando rebuscaba en el bolso súbitamente, en busca de su vaselina, para enseguida extendérsela por los labios con muchísimo cuidado, muy lentamente, hasta detener el tiempo con su terca obstinación.

No ignoraba que también ella, muy de vez en cuando, escogía las prendas más seductoras de su vestuario solamente para comprobar cómo reaccionaría él, si con un imperceptible gesto de sorpresa, o más bien con perfecto disimulo, para después susurrarle en voz baja y queda, lo guapa que estaba aquel día con ese vestido negro un tanto perjudicial para la salud.

En otras ocasiones, admiraba el mohín de su boca cuando se torcía en un gesto desaprobador, rozando la fealdad, o la exagerada rojez de sus mejillas tras haber bebido más de la cuenta, o sus ojos oceánicos, que le recordaban a un oleaje furioso tras la tormenta. Muy posiblemente había escogido no dejarse arrastrar por ellos, rehuyendo sus gritos mortecinos justo en el instante de la ebriedad; para no ahogarse, para no naufragar...

Pero no aquel día, no en aquel lugar, no mientras solo estuvieran los dos.

Y es que ella le desafiaba con su inocente pelo rizado, y él no pensaba perdonárselo en esta ocasión.

lunes, 14 de febrero de 2011

Yo no fui

Tus manos peligrosamente cerca
y la película a medias
todavía.
Concentrarse en una imagen
mirar fijamente la pantalla
saberte a mi lado
y no saber si dar el paso
si girar la cabeza
enfrentar tus labios
y morir un poco
y jadear otro tanto.
Callar esperando un roce
incitante de tus dedos
en la curva traviesa
de mi cintura
y tu corazón latiendo
contra toda regla.
La boca tan seca
va trazando un sendero
más allá de la lengua.
Un ¿puedo besarte?
interrumpe la escena
y no puedo negarme
a tus pupilas fieras
a tu deseo infame
y el placer se nos lleva.
Nos arrastra y se burla
de la inexperiencia
que poco a poco va siendo
más torpemente perfecta
y de frugal desayuno
ya se anuncia merienda.
Lo tenemos todo a punto
el calor la piel desnuda
y los calcetines puestos
todavía;
que hace frío hoy
que ha vuelto el invierno
y con él la hoguera
el desenfreno la orgía.
Ahora nos reímos despacito
que las prisas no son buenas
-por ahí no, que me quemas-
tienes la vida en los dedos
y un dios entre las piernas.
Al final con tanto enredo
y sin ver la película
nos ha entrado el hambre
el cansancio la fatiga.
Borrar las huellas del crimen
calzarse la identidad
los zapatos las alegrías
coger las llaves de casa
y lo que nos queda
todavía...

miércoles, 2 de febrero de 2011

Pintando la realidad

El metro se ha parado a medio camino esta mañana; y yo con los desdenes de febrero atravesados en la garganta.
Si fuera retratista, pintaría cada nuevo día un óleo diferente, mezclando los colores en esa paleta inabarcable y sorprendente que es nuestra imaginación; pero como desafortunadamente el don de la pintura lo heredó mayoritariamente mi hermana, me limito a dibujar mentalmente la tonalidad de las vidas ajenas, sus brillos e imperfecciones. Disimulando mi condición de usurpadora sentimental en medio de un vagón abarrotado de gente, -en el cual he conseguido hacerme un huequito digno tosiendo un poco con aire enfermo- me confundo entre los viandantes, y comienzo a perfilar el retrato de una señora cualquiera, que apoyada en la barandilla más cercana, parece un trazo grueso de una brocha algo estropeada. A su lado, una niña con las mejillas carmín de granza me devuelve una sonrisa torpe y cansada, pero no por ello menos exultante. Frente a mí, dos ojos verde esmeralda yacen entrecerrados bajo unas gafas redondas, y cada vez que se abren, lo hacen como si fuera la primera y única vez. Sentado codo con codo, se halla un hombre difuso, con la cobarta amarillo cadmio bailando en su pecho, único foco de luminosidad en su oscura figura. Contrastes, contrastes... Y no muy lejos, el azul cobalto de un abrigo me recuerda los cuadros antiguos de mi madre, -furiosos paisajes que gritan en silencio, oleajes durante una tempestad donde se funden azul ultramar y violentos morados, abstractos túneles que parecen no tener fin, caprichos surrealistas donde se adivinan imágenes mitólogicas, retratos inquietos en sepia o carboncillo, y románticos paisajes impresionistas, mis favoritos, donde todo puede suceder.
Por fin, el banboleante metro -de la línea seis, indudablemente-, se detiene, y las puertas del vagón ceden con asombrosa lentitud. Los límites de mi cuadro se pierden, inevitablemente, y sin perder más tiempo, guardo los pinceles y me zambullo de lleno en la obra de arte inacabada: ese magistral retrato que es la vida, y que cada nuevo día me abruma con la intensidad de sus tonalidades.