También a ti voy a echarte de menos, violinista anónimo de los ojos azules, que toca cada mañana en el pasillo interminable de Nuevos Ministerios.
Y a ti, biblioteca de barrio llena de rostros concentrados, y a los niños ruidosos del polideportivo, que emergen de improviso de las duchas de agua ardiendo para conquistar las hamacas sin patas.
Parece mentira pero voy a sentir nostalgia de la acera de la calle santa Hortensia, cubierta de hojas crujientes en otoño, de pólenes en primavera, y de cacas de perro en todas las estaciones del año.
Sin miedo a equivocarme sé que voy a detenerme en todas las fruterías buscando melocotones y cerezas familiares, y que no serán iguales las secciones de chocolate de los supermercados.
No sé si voy a soportar ese despertarme por las mañanas y no bajar ruidosamente las escaleras de caracol para tirarle del pelo a mi hermana y darle golpecitos en las mejillas hasta escuchar sus toscos gruñidos.
Y lo que es más importante: quién me va a poner de mala leche las noches de verano si habrá otros borrachos debajo de mi ventana. Quién.
Dónde encontraré un rincón como el parque Berlín, con esa nube de críos, y perros, con la imagen de tantas tardes de partidas de cartas, y derrotas suavizadas por la hierba.
Sé que voy a añorar el cielo contaminado de esta ciudad multitudinaria donde la gente me transmite un no sé qué de paz y de energía o desasosiego. Esta ciudad permanente que no se detiene nunca.
Me duele separarme del módulo IV de la facultad de filosofía y letras, de las excursiones a los baños-prostíbulo con las marujas, y las mañanas de café con leche o tercio en la rampa de entrada, donde siempre habrá alguna cara conocida por reconocer.
Qué tormento no poder cambiar de lugar los libros y los dibujos y las cajas y las millones de cosas que salpican mi estantería hasta que el orden se restaura y el caos queda dentro.
Ya he empezado a extrañar mi pequeña caja de música de la bailarina coja, que alberga en su interior las pruebas de los delitos amorosos que he cometido. Y los nombres de los asesinados.
No tengo ni idea de cómo voy a dormir sin la almohada viscoelástica, que no es una pijada, sino el invento idóneo para los dolores de cuello y los males de espalda.
Me va a dar pena incluso abandonar mi maldita impresora, voraz con el papel y siempre necesitada de cartuchos.
Voy a repasar las paradas de la línea 4 del metro para que no se me olviden, y a idear nuevas estrategias para coger sitio en Avenida de América.
Las tardes tranquilas de domingo volando sobre las dos ruedas de mi bici roja serán parte del pasado, por no mencionar las noches de borrachera prudente en Malasaña, que siempre terminan en Cibeles, esperando con las lentillas pegadas a los ojos y los dedos cruzados el N2, como si de un ángel de la guarda se tratase.
Me va a costar empezar a convivir con otros atracadores y otros locos y otras cucarachas.
Voy a echar mucho de menos caminar descalza junto a los escritores bárbaros.
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