A Inés, porque una vez no es suficiente.
-¿Tenemos que despedirnos aquí? -dijiste, deteniéndote de pronto junto a un puesto de fundas de móvil, cerrado a esas horas, frente a los tornos del metro de Sol, donde todos los caminos se separan.
-Mucho me temo que sí. -respondí, cogiéndote de la mano. -Pero no pienses en eso: lo importante no es el lugar donde te despides, ni siquiera los desconocidos que estén mirando; sino que las personas que se despiden somos tú y yo, aquí y ahora...
Despedirse es una mierda. No hay palabra más acertada para describir ese momento de separación en el que el corazón se te rompe un poco. Crash. Plum. Trom.
De nada sirve mentalizarse, preparar con antelación las palabras que vas a decir cuando se produzca el último cruce de miradas. Nadie está hecho para soportar esa tensión, la de dejar ir a la persona querida, sobre todo cuando intuyes que pueda ser la última vez que la abrazas, la besas, y ves sus lágrimas caer.
Y para colmo todos decimos lo mismo, todos balbuceamos las mismas bobadas, burdas palabras de consuelo que no consiguen consolar: "ya verás como los meses pasan volando", "sabes que puedes seguir sin mí", "voy a escribirte todos los días" (en mi caso puede llegar a ser cierto), "cuando vuelvas todo va a ser, igual, no habrá cambiado nada, y seremos las mismas de siempre".
Mentira. La persona que vuelve nunca es la misma persona que se va. Jamás. Ni por asomo. La vida nos vapulea, nos transforma continuamente; no sólo cambia nuestro corte de pelo o el color de nuestras gafas, sino la forma de mirar, de ver.
En las despedidas es inútil tratar de refrenar los tequieros. En esos instantes es cuando afloran más; se reproducen como por arte de magia, echan a rodar sin pudor alguno, y nos delatan. Y no solo eso, sino que además compiten a ver cuál puede más: "te quiero mucho", "y yo más", "no, yo más". Así hasta la extenuación, ya me entendéis.
En las despedidas también se puede comprobar cuál de los dos es el eslabón débil, aquel que tiende a descargar su peso en el hombro del otro, más fuerte y estable, capaz de quebrar el abrazo y sonreír fingidamente. Por mi parte, me incluyo en el primer grupo: soy una llorona irremediable.
En las despedidas, ya se sabe, las sonrisas nunca son de verdad. Los labios se tuercen como intentando semejar una curva, se tropiezan a mitad, sin llegar a mostrar los dientes, y la sonrisa que muestran es tan triste que entristece, tan hermosa que estremece, tan frágil que dan ganas de gritar.
Hoy la tuya se me ha quedado grabada en la retina, Inesita.
Despedirme de ti ha sido un infierno.
Te quiero.
(...)
Y sí, más.
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