viernes, 4 de mayo de 2012

Insoñación


Desde que le habían diagnosticado aquella extraña enfermedad su vida había dado un giro de ciento ochenta grados; no de trescientos sesenta, no -aquello habría sido un verdadero disparate-, sino de medio giro exacto, ni más ni menos que ciento ochenta grados.
La causa de su mal: haber empezado a dormir boca abajo, en lugar de hacerlo boca arriba.
Los síntomas: picores en el dorso de las muñecas y en los peluches con los que compartía cama, almohada y pesadillas; calambres en los dedos de los pies y temblor incontrolado en las pestañas; ríos de sudor, desiertos de hambre y ganas de coger bolígrafo y papel a cualquier hora de la noche.
Aquello era sin duda lo más grave: su mano descontrolada por completo, trazando íes, puntos, comas, puntos y comas, paréntesis, interrogantes, bes y uves, equis o zetas... ¿puntos suspensivos?  
Las consecuencias, o mejor dicho, la minúscula consecuencia, era que sufría insoñación.
 La insoñación no tiene nada que ver la ensoñación, sino más bien con un trastorno ocasionado por la excesiva exposición a cantidades ingentes de sueño, altamente dañinas para la salud.
La solución: ninguna. Desgraciadamente, no se han inventado hasta el momento las "pastillas para no soñar", pese a la canción de Sabina. Tampoco existen tratamientos con cirugía, o implantes de pequeñas dosis de realidad por vía ultravenosa. El panorama, como se puede ver a simple vista, resultaba desolador.
Bueno, miento; puede parecer escalofriante para todos los seres vivos de la tierra, menos para ella.
Porque ella, desde que no dejaba de soñar ni un solo instante del día y de la noche, era una persona feliz, tan feliz como solo pueden ser los que se enamoran hasta el tuétano de su media naranja y se convierten en una fruta reunida. Yo no sé lo que es eso, pero puedo asegurarles que así se sentía Juana, envuelta en una nube de ingravidez y suspiros, los ojos asimétricos y chisporroteantes, las manos llenas de dedos y uñas, para palpar, rasgar, moldear. Sus sueños eran la octava maravilla, sueños de esos que parecen fabricados por un artesano en un taller, porque están hechos al detalle, con minucioso cuidado y deliciosa ingenuidad.
Los sueños de Juana eran siempre nuevos, de múltiples colores, olores y texturas, hasta el día antes de que sucediese la catástrofe. Hasta ella había notado cierta crispación en los despertares, y un patrón de coincidencias que se repetía interminablemente, como si de una advertencia se tratara. "¿Qué querían decir aquellos túneles? ¿Hacia dónde iban? ¿Por qué brillaban tanto?"
Tenía miedo, pero no pensaba dejarse vencer por un sueño absurdo a sus ochenta y pocos años. Tomó la resolución de llevar el sueño hasta el final, y así lo hizo. Aquella misma noche se sentó tranquilamente en su silla mecedora hasta encontrar la posición adecuada, dejó el libro que estaba leyendo apoyado en su regazo y encima de él las gafas de lectura, tras haber limpiado los cristales con el borde de la bata.
Carraspeó nada más cerrar los ojos, y segundos más tarde, dormía profundamente. Soñó que corría hacia el túnel de luz; soñó que no volvía a soñar nunca más, porque aquel era el último de sus delirantes sueños. -Pero los sueños también nos engañan, no lo olviden-.
Juana no soñó con la muerte, porque no podía morir mientras siguiera soñando.
Simplemente renunció a todas sus arrugas vitales y siguió caminando por los parajes infinitos de la imaginación.



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