Siempre había pensado que la taza del váter era el lugar idóneo para llorar. Las convulsiones le hacían balancearse de izquierda a derecha, hacia delante y hacia detrás, así que tenía que aferrarse a los bordes blancos con ambas manos intentando que no se le escurrieran los dedos. Se sentía un poco como si navegara en un bote salvavidas, de esos que te rescatan cuando te has alejado de la costa un día de marejada; la diferencia era que no estaba perdida en medio de un oceáno, ni siquiera en un diminuto mar, sino en el centro exacto del cuarto de baño de su casa, lo que era bastante más ridículo, en aquel rincón escogido para el llanto.
Los ojos anegados en lágrimas dificultaban su visión, empañando la realidad, y los baldosines de mármol adoptaban rostros desencajados, sonrisas grotescas que parecían burlarse del espectáculo que era su desintegración, la huída a pasos agigantados de lo que era su orgullo, que la abandonaba con la cara hecha un cromo: los ojos coloradísimos y las mejillas llenas de ronchones, de sal, de pena diluída, y sobre todo de miedo, mucho miedo desde que una voz familiar pronunciase aquel hasta pronto.
Y enseguida el tintineo de un manojo de llaves, un sonoro portazo, y luego, nada.
Pero ese hasta pronto no era una simple fórmula de cortesía. Había podido oír cómo su voz se quebraba en la primera o: algo así el principio de un gemido mal disimulado en la voz ajada de su madre. Había visto pasar su pantalón blanco de verano, sus pies dentro de las sandalias de tacón, su melena tan temida e idolatrada, antes de que desapareciese en el aire la sombra flotante que suponía un hasta pronto. Eran tantas las señales que no pudo responder, ni siquiera le había dado tiempo a reaccionar. Cómo le dolía que todo fuese a terminar así, con una mentira piadosa, ¿por qué no había dicho adiós si era claramente un adiós? Si no pensaba volver, ¿de qué servía hasta pronto? ¿Qué significaba pronto? ¿Un par de horas, o acaso seis meses, o tal vez toda una vida? ¿Cuándo es pronto?
Boqueando incontrolablemente entre jadeos retorcidamente dolorosos, fue resbalando desde su asiento privilegiado hasta el suelo, para dejarse rozar por el mármol helado. Con el pantalón a medio subir todavía, se arrodilló junto al terrible agujero de la taza del váter y miró en su interior. Su vida era apestosa y maloliente, y le daba asco y arcadas y ganas de tirar de la cadena.
Y así lo hizo. Tiró, y tiró, y tiró, hasta que no quedó más agua en la cisterna, y por fin empezó a desbordarse por encima del váter hasta rodearla de sus propios excrementos.
Sonrió entre lágrimas. Si no podía volver al mar, el mar retornaría a ella.
Adiós, adiós, mamá. Espérame ahí.
Hasta pronto.
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