G no sabe cómo lo hace, por qué siempre termina
cayendo en la misma trampa. Ha llegado a su casa tras un pequeño viaje y tiene
el presentimiento de que las cosas no van a estar igual a como las dejó unos
días antes, ni mucho menos.
G ha pensado de vez en cuando en O. Se ha acordado
de él especialmente al ver las camisetas de Bob Marley en el mercadillo de
Candem Town, sintiendo por dentro una especie de malestar, calentura y sosiego
a partes iguales. G tiene la impresión de que, haga lo que haga, siempre se da
de bruces con el vacío.
Enciende el ordenador y se conecta al mail con
lentitud deliberada, comiéndose las uñas por la impaciencia, retrasando lo que
está por venir. Le saluda la bandeja de entrada con cinco resplandecientes mensajes
sin leer. Sólo le interesa uno, el de O.
Lo mira fijamente. Luego cierra los ojos al tiempo
que hace click con el ratón sobre el correo en cuestión. No tiene asunto; ni
falta que hace.
Es largo. Consta de un encabezado cordial y cuatro
párrafos de diferente extensión, que se le antojan interminables, a pesar de no
serlo en absoluto. Hace una primera lectura rápidamente, tanto que apenas
consigue descifrar del todo las palabras que tiemblan en la pantalla. Hay
algunas mal escritas; otras, mal empleadas. Me explico: O es extranjero y a
veces tiene errores gramaticales, cosa que conmueve profundamente a G.
Ahora, G no sabe qué sentir.
Tras leer cada línea más despacio, empieza a
comprender lo que ya sabía, aquello que le había susurrado su intuición algo perversamente,
y que ella se había negado a creer de puro desconsuelo. G no ignoraba que O
tendría que marcharse más tarde o más temprano, regresar a su antigua vida, en
una ciudad extranjera de un país extranjero. Pero hasta que ese día llegara, le
apetecía compartir todos los libros y los orgasmos y las cervezas posibles con
él. Exprimir el tiempo hasta la última gota. Exprimir su boca hasta el último
beso.
Es muy soñadora, G. Pensándolo objetivamente se da
cuenta de que eso habría podido suceder en una novela barata, no en la vida
real. Leyendo las palabras de O, tan hermosas como tristes, G siente que ha
cometido un error yendo tan lejos; fantaseando tanto como le da de sí la
imaginación, que no es poco.
Con un suspiro, G se levanta de la silla y se deja
caer en la cama. Coge a Bolaño, el libro de relatos de Bolaño que le pidió
prestado a O para su viaje, y que no ha terminado todavía. Le resulta imposible
concentrarse. Cierra los ojos y muerde calladamente la almohada rosa que ha
venido con ella desde una ciudad chiquita al norte de Inglaterra, Newcastle.
Sus labios se curvan en un puchero. No tardan en aflorar las lágrimas, gruesas,
lentas, que dejan un reguero húmedo en las sábanas.
No quiere pensar en nada, y no es consciente de que
se ha quedado dormida hasta que le despierta la voz lejana de su madre. Es la
hora de comer, pero G no tiene hambre. Un puño invisible aprieta con fuerza su
estómago hacia dentro, y tiene la sensación de que sus vísceras están
aplastadas, huecas. Es de procedencia desconocida su dolor. Resulta absurdo
resistirse, así que le permite fluir a su capricho por sus venas. Calor, frío,
calor.
Un color: el verde. Cuando G piensa en los ojos
color verde de O, le escuecen las palmas de las manos y nota un dulzor detrás
de la lengua. Aquellos ojos, que nunca estaban del todo abiertos sino más bien
estirados, en forma de almendra o de algún otro fruto seco. Aquellos tiránicos
y bondadosos ojos que se habían detenido por primera vez en los suyos durante
un instante breve, posiblemente un martes, posiblemente en el aula 102 del
módulo IV de la facultad de Filosofía y Letras. Posiblemente.
Ahora echaba de menos ese verde que no era tan tan
verde, pero que lo parecía a simple vista. Recordaba haberlo visto en los ojos
de algunos gatos de la calle, en los niños rubios de los países lluviosos. O
había venido de uno de esos dos rincones, eso estaba claro. Era más alto que la
mayoría de los hombres con los que había estado. Para besarle tenía que ponerse
de puntillas y colgarse de sus hombros, como una niña en brazos de su padre.
Sus manos gigantes asediaban su cuerpo en centésimas de segundo, y G era una
mujer pequeña con una ilusión pequeña. Las rastas de O le hacían cosquillas en
la cara. Sus puntas de pelos tiesos estaban descuidadas, pero le sentaban bien.
Parecía un león; un león tranquilo, un león echando la siesta que esperase a
que su leona volviese de caza.
Porque G se convertía en una leona cuando la
acariciaban, y lo cierto es que había pasado muchos meses sin ser acariciada. G
anhelaba recuperar eso: despertarse con muchas ganas de vivir y no tener sueño
hasta muy entrada la noche. Reír sin motivo alguno. Garabatear algún que otro
poema más o menos mediocre y leerlo, leérselo a quien quisiera escucharla.
Cocinar tortillas de patata, de tamaño perfecto, de sabor perfecto. Caminar
acompañada en las noches frías. Que alguien la deseara. G no deseaba un O, pero
había aparecido por casualidad, y ella lo había recibido con el corazón
sobresaltado y las mejillas encendidas.
Ahora se apagan, blancas como el papel, contra la
almohada.
Los labios le saben a sangre. Morder le apacigua un
poco. Escucha gritos en la calle, cercanos. Se ha escondido el sol, pero dentro
de no mucho amanecerá. En la vida siempre amanece, pese a los agujeros.
G adivina el vacío. G olisquea la soledad. G no
opone resistencia: se va a la cama con ella y, sin preliminares, deja que tome
posesión de su cuerpo.
Después la espanta, como un amante que no quisiera
compartir su lecho o sus sueños con una extraña.
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