En el fondo eran
cuatro niñitos abrazándose, diciéndose adiós con los ojos y con las voces y con
las entrañas.
Tenían que abandonar
el que había sido su rincón de juegos, y no era fácil desprenderse de los
granos de arena que habían compartido durante tantas, tantísimas horas: los
llevaban grabados en las palmas de las manos, adheridos casi, y entre los dedos
de los pies. Era de ese tipo de recuerdos que jamás te sacas de las uñas, que
permanece orgulloso de haberse hecho un hueco en tu interior.
Como la saliva asoma a
la boca del hambriento, la emoción se les escapaba a bocanadas, llenando el
escaso aire comprendido entre cuatro paredes.
Su casita de juegos
está algo desmoronada. Tuvo un tiempo de esplendor porque ellos la hicieron
hermosa y envidiable a los ojos de los demás niños. Allí era donde su amado
fuerte se elevaba, hasta rozar las nubes -imaginarias siempre, sobre un lecho
blando para saltar y hacer peleas, jugar al truco o a culo, ver películas y
leer cuentos en voz alta, tocar instrumentos de cuerda o de viento, comer
cualquier tontería para dormir después como bebés gordos y satisfechos.
Sus juegos no siempre
eran tan inocentes. Pasadas las doce de la noche, los niños se emparejaban y
emprendían investigaciones independientes. Todo estaba permitido, nada podía
darles vergüenza Sus gritos de placer resonaban en las paredes de su
diminuto refugio, que se tambaleaba pero nunca llegaba a caerse. Tenía unos
pilares muy fuertes, como el vínculo que les unía a los cuatro niños.
El más mayor bien
podría haber sido el jefe. Tenía carácter y se hacía respetar, pero su
apariencia seria duraba muy poco, tan poco como tarda un helado en derretirse.
Sus ojos de color indefinible también se derretían cuando estaba contento y
comía helado o ganaba una partida de cartas. Su aire felino intimidaba un poco
al principio, pero sus amigos sabían que era un gatito bueno con las uñas un
poco largas y los dientes afilados.
Trepaba con agilidad
vertiginosa. No tenía miedo de nada, excepto de que un día su sueño de volar se
cumpliese y no quisiera volver a la realidad jamás.
Llevaba alma de fuerte en la
sangre antes que ninguno.
El segundo chico no
era menos curioso. Su capacidad para comer hasta que la comida desapareciese
del plato les maravillaba, y jugaban a ver quién le conseguía llenar. Creo que
su fracaso fue rotundo. Los demás no entendían cómo podía caber tanta cosa en
un cuerpo tan chiquito, y sus visitas al baño tenían fama de ser grandiosas,
por su penetrante olor.
Cantaba muy bien y muy
alto canciones de rock, y a todos les entraba un nosequé de nostalgia y alegría
al escucharle cada noche. Era gracioso y vivía poseído por un ser extraño
llamado Gladis, al que intentaba aniquilar cortándose el pelo cada poco
tiempo.
Las dos chicas eran
completamente diferentes, y al mismo tiempo, complementarias. Lo que una tenía
de caótica, lo tenía la segunda de ordenada; y las melancolías de la más
soñadora contrastaban con el espíritu alegre e incansable de la mayor de las
dos. Se cuidaban entre ellas porque habían llegado hasta allí persiguiendo el
mismo sueño. Ahora que lo tenían entre manos les gustaba compartirlo, mimarlo,
moldearlo, comérselo en pequeñas dosis o grandes mordiscos.
Las dos eran
fuertes y valientes, niñas-mujeres que cuidaban de los chicos y los malcriaban
cada tanto.
Los cuatro amigos se
sentaban en su fortaleza altísima y miraban desde arriba la ciudad de los
mayores. Daba un poco de miedo observarlo todo desde ahí, pero no por ello
resultaba menos excitante. Volaban por encima del resto y lo sabían, y cantaban
la melodía de su canción favorita fundidos en un abrazo fraterno y único,
cálido como solo pueden serlo los atardeceres desde su fuerte.
Tralará... I´II be there for
youu!! gritaron. Y así fue.
Allí permanecerán
siempre. Allí siguen, no se han marchado nunca. No pueden. Su destino es volver
y volver a jugar juntos, pase lo que pase, aunque vivan en lados opuestos del
mundo.
La amistad no sabe de
distancias ni habla idiomas diferentes.
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