Gatos. Múltiples gatos pardos maullando en la carretera. Saben que en algún lugar no muy lejano, los perros románticos acechan, observan sus pasos desorientados, sueñan sin soñar apenas; y en las rocas del camino, se han sentado a contar su mísera vida perra.
No ladran porque no están furiosos, se limitan a agitar sus rabos al unísono, esperando a que el otro dé el paso para reconocerse: consabido ritual canino que forma parte de su naturaleza.
A tientas, se olisquean.
Y resulta extraño porque es como si ya se hubiesen cruzado antes. Sus pelajes son muy distintos; su raza, completamente opuesta; y sin embargo son tan familiares el uno para el otro que no necesitan ladrarse o gruñirse o lamerse para saber que ese otro hocico es el hocico que les complementa. Igualmente molestas son sus pulgas, igualmente viejas sus correas; y el mundo que uno ha recorrido, el otro lo conocerá dentro de pocas lunas llenas.
Ambos han sabido roer en los huesos la misma carne pútrida y sanguinolenta; ambos han interpretado la vida de los hombres, de esas extrañas criaturas que les rodean. Ninguno de los dos ha tenido ni tendrá nunca dueño: son perros libres, románticos, locos y sin cadenas, son perros que lo han pasado mal, que han recibido muchos palos y alguna que otra caricia aislada, proporcionada por unas manos frías y arrogantes. Son mucho más que perros jóvenes, porque han exprimido la vida hasta dejarla arrugada, como un trapo feo y sucio y triste y hueco bajo la sombra de sus patas largas.
Estupendos perros, aún estáis a tiempo de correr por la carretera en dirección contraria. Pero no será en esta ocasión: uno de ellos agacha las orejas y el otro gime despacito.
El tiempo dirá si ladran.
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