Dos copas de ron y medio litro
de cerveza más tardellegas a casa de tu abuela
con las uñas sucias y la cerradura
no quiere ceder a tus embistes.
Vas al baño, pones la radio de pilas
y mientras tarareas la canción
conocida, meas con ganas
como si todo fuera a desaparecer
al tirar de la cadena del váter.
Mandas los vicios a hacer gárgaras
de menta -con el listerine-
y piensas en lo forma rara
que tienen tus tetas por las noches
como si en vez de cimas de montañas
fuesen olvidados cráteres
con una chispa picuda
de lava roja y ardiente en el centro.
Por fin, la almohada en la cara,
das vueltas y más vueltas
y tus sábanas traman
la agonía blanca de tu muerte.
Imaginas un beso de hielo
en los labios acartonados
y sientes en la lengua un regusto
a desodorante malo y calcetines
que te provoca la náusea
misma que sintió en su día Sartre.
Vas a la nevera y bebes agua
a morro de la botella,
salvando el mal sabor de boca
con un pedazo de chocolate rancio
que aguardaba con malicia tu resaca
solo por complacerte.
De camino a la cama te cruzas
con el fantasma de siempre
que hace su ronda nocturna
con un empeño inédito
en su especie, y te saluda apenas
con un movimiento de cabeza.
Ignoras su mirada errante
dejas caer tu peso sobre el colchón
y no cambias de postura
por incómoda que sea.
Cuentas ovejas, leones y cebras
pero el sueño no viene.
Así que para cuando descubres
que clarea el cielo a través de las rayitas
horizontales de la persiana,
el despertador suena,
tus pestañas se derrumban
y por fin, te duermes.
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