Volviendo en el metro, acostumbro a mantener arduos diálogos conmigo misma, a modo de monólogos interiores que poco o nada tienen que ver con lo que luego alcanzo a decir en voz alta. La amable letanía de hoy podría resumirse en algo así como: "Ale, ricura, que ya es hora de lanzarse de cabeza a la piscina y empezar a escribir algo decente, mujer, que solo tienes que sentarte enfrente de la pantalla del ordenador y rogarle a las musas que se suelten la melena, otra vez, que es noche de viernes y hay tema...".
Volviendo en el metro, apretujada en el último vagón, tambaleándome entre desconocidos de rostro ligeramente familiar, tenía muy claro que al llegar a casa lo primero sería escribir y luego lo demás vendría solo; por azar, por capricho, por furia. Y nada. Juro que mi propósito firme era componer un soneto bien rimado, pero no ha habido manera. No me culpes. Son cosas que pasan, sobre todo después de ser ametrallada por unos lascivos ojos verdes justo en el preciso instante en que me abría camino hacia las escaleras mecánicas. Joder, qué de gente, ni que fuera un viernes de verano en pleno mes de junio. Qué locura. Y yo como una kamikaze haciendo eses y buscando la salida que no se veía, pero sí a los salidos que se sitúan estratégicamente en el escalón exacto de la escalera para mirarte de reojo las piernas. Pues que no miren, maldita sea, que todavía no he tomado el sol lo suficiente y no hay manera de tostar la piel con tanta tormenta.
Bien, pues en ese instante me he chocado con unos ojos verdes de tamaño natural, semiocultos bajo unos mechones de cabello castaño, muy mojado, empapado, todavía con las perversas gotitas de agua bailoteando en la frente. Y a continuación, nada. Solo voz suave y manos grandes, dos besos no tan castos en las mejillas y un diálogo insustancial. Qué tal. Cómo va eso. Ahí estamos, disfrutando del verano. Las notas bien. La resaca no tanto. Los amores que matan. Si la vida rapidito se resume en cuatro palabras...
Lo peor no es lo que se dice, sino lo que se piensa. Y esos ojos verdes sugerían muchas cosas. Y estos ojos azules se imaginaban otras tantas. Uf. Lujuria en vivo y en directo, bonita y barata. Susurros de diván congelados en la garganta. Memoria del deseo que brota de las entrañas y regurgita con autenticidad. Nunca me ha sabido tan amarga. Será que recuerdo aquel polvo-literario que nos clavamos a cuatro manos y me apetece desempolvarlo.
Bah. Ojalá pudieras ver la sonrisa que le estoy asestando por la espalda al tipo de los ojos verdes, adrede y sin ocultar mi descaro. Qué desperdicio. Resulta hasta gracioso que el chico en cuestión no esté interesado en mí y haya intentado escabullirse como una sardina en lata. No, gracioso no, excitante. Ahora bajará el resto de escaleras mecánicas pensando en mi escote pero no dirá nada. No pensará nada pero la imagen estará ahí y con eso basta. ¿Lo has oído? Eres endiabladamente pornotráfico. El metro te abrirá sus puertas -no como a mí, que se me cierran siempre un segundo antes de que suenen los pitidos consabidos- y la vida te abrirá los ojos, amigo. Porque no se puede ir por ahí seduciendo a esas miles de chicas desgraciadas que andamos por el mundo. No se puede. Que no.
Otra noche de viernes sola en casa.
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