martes, 20 de agosto de 2013

Paris est une fête

¿París es una fiesta?
Eso fue al menos lo que pensó Hemingway, ya que allí fue "inmensamente pobre y feliz" durante su juventud, al contrario que Enrique Vila-Matas, que desmitifica la ciudad a golpe de ironía en su novela "París no se acaba nunca".
Ahora me toca mojarme a mí.

Para empezar diré que París no es sólo una fiesta; París es un verdadero banquete para los sentidos.
Aquí estoy, sentada en la linda terraza de una crèperie, henchida de queso y de vida, tratando de cazar con los ojos una mínima parte de la belle lumière que irradia esta ciudad imprevisible. Luz, luz, luz a raudales. París ciega desde el primer hasta el último parpadeo. París te deslumbra de una manera tan salvaje que incomoda; incomoda porque es mucho mejor en la realidad que en los sueños, incomoda porque no ya no se puede vivir sin volver de vez en cuando a atravesar sus puentes, para verla y comprobar que todo sigue tan perfecto como siempre en la orilla opuesta.


Lo que no puedo soportar son las oleadas de turistas que bañan cada recoveco con sus malditos flashes. Pero al cabo del rato, mi odio se transforma en pena. El Louvre está atestado de gente: gente que se arrastra como fantasmas por sus pasillos interminables y laberínticos, que toma fotos con sus Ipads, tablets, etc. como poseídos por una extraña fiebre. La fiebre del "yo estuve en París", y por lo tanto, visité los lugares célebres y me hice una foto intentando hacer ver que tengo la torre Eiffel entre las manos, cuando todo el mundo sabe que el gran icono de hierro mide una barbaridad. Y que subir por las escaleras es un infierno, y bajarlas, peor aún. Lo digo por experiencia.

Pero qué más da. Estoy en París por fin, una ciudad que he amado a voces toda mi vida. Con gruesos lagrimones he saludado por primera vez Nôtre-Dame, y la ilusión todavía sigue pegada a la suela de mis deportivas. Ya no sé si la embriaguez que enrojece mis mejillas ha sido la consecuencia directa de las dos copitas de vin rouge que he saboreado. Esta embriaguez no cesa. Me remueve las entrañas y hace que escapen cadenas de suspiros de mis labios.

Paseo a orillas del Sena. Les bouquinistes son unos magos que se sacan libros de la chistera, libros maravillosos, que me miran con ojos antiguos desde dentro de unas cajas metálicas de color verde-verja- de-colegio. Más cerca de la orilla, un olor penetrante, un olor muy español, el de la crema solar en las playas más concurridas, que no deja de sorprenderme. Jamás habría imaginado a los exquisitos franceses tirados en hamacas o sobre una toalla, embadurnados de protectores solares desde la punta de los pies hasta el último pelo, disfrutando de un soleado día de julio casi agosto. Sus cuerpos no son tan blancos como esperaba. Eso sí, su elegancia sigue intacta, pese al calor, y los niños corretean de aquí para allá de una forma mucho más.... ¿cómo decirlo? ¿civilizada?

                                                                          
Me fascina la organización pulcra de los franceses, sus modales atentos, sus manos extendidas hacia el otro. Es como si aquí no existieran las groserías, como si la educación calase más hondo, en vez de arañar la superficie.

Champs de Mars, al anochecer: reunión de jóvenes que toman birra y ¿champagne?, sin que el alboroto perturbe el inmenso espectáculo que es estar bajo las patas gigantescas de hierro trenzado y destrenzado que es la Torre Eiffel.
La iluminación golpea en los ojos y deja herida. Frases y sentimientos que flotan en el aire. Parejas que se dan un beso exageradamente largo, que parece que va a durar hasta la mañana siguiente. Parejas que discuten porque ella quiere subir en ascensor y él prefiere hacer el mismo camino por las escaleras, a pata, como se ha hecho toda la vida, para ahorrarse un dinerillo. Los vendedores de recuerdos, que hacen lo imposible por meterte en el bolso una reproducción cutre de la torre, ofertas por doquier, que engañan a alguno. Dos chicos ingleses tocando la guitarra y entonando canciones de los Beatles, guiñándole el ojo a las americanas, a las españolas, a las suecas. Entre tanta tanta gente, siempre encuentras voces de españoles. No sé por qué, pero gritamos mucho.

Desde arriba todo son luces, deseos en miniatura, proyecciones de lo que somos y de lo que aspiramos a ser. Ganas de abarcar con la vista más que los otros. Más tarde, postales. Fotos. Estampas. Carteles. Manteles de cocina. En resumen: necesidad voraz de querer apresarlo todo, llevárselo a casa, mirarlo todos los días o todas las noches, soñar que estás en París y que eres Paris. Porque como todo bicho viviente, no eres inmune a la belleza; y París es la obra más hermosa que jamás ningún artista haya pintado.

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